Con todo lo bueno que es que las denominadas “oraciones de alabanza” se hayan convertido en moneda de uso corriente por doquier en la Iglesia, hay actitudes, lenguajes y prácticas que no dejan de llamarme poderosamente la atención.
Las comentábamos ayer en casa Cristy y yo, después de la cena, y ahora las vuelco en el blog como un desahogo que, en el fondo, tiene la pretensión de llamar la atención sobre un fenómeno que no está exento de su dosis de contradicciones.
Claramente, es bueno que la gente pase por la experiencia de Pentecostés y viva la frescura de encontrarse con el Señor en oraciones ungidas. A la vez, se observa cómo estos impulsos iniciales de gracia, acaban siendo traducidos a la experiencia de cada cual, y a veces se dan resultados de lo más curiosos en los que se quiere mezclar la unción del Espíritu, con prácticas y devociones que personalmente me resultan cansinas e impropias de una vida renovada en el Espíritu.
Últimamente, busco con avidez todo tipo de enseñanzas que me ayuden a entender qué es lo que pasa por la mente y la teología de tantos grupos que están protagonizando esta proliferación de oraciones de intercesión y expresiones de alabanza de lo más variopintas.
A los que farisaicamente nos sentimos carismáticos de pedigrí porque peinamos canas en esto de la vida en el Espíritu, no deberían sorprendernos las pobrezas y la humanidad de quienes como niños se lanzan a una vida en el Espíritu que hasta ahora desconocían porque nadie les había hablado de ella. Eso es la pobreza, que es santo y seña de la Renovación como corriente que se abandona en el Espíritu y vuelve a la sencillez de los hijos de Dios que son como niños.
Pero cuando la gente deja de ser niños, y empieza a enmarcar la experiencia de impacto de Pentecostés en una práctica regular, hay muchas cosas que me llaman la atención.
Sin ánimo de expedir carnets de quién es más y mejor carismático (un pecado en el que caemos todos, y uno de los más típicos en los ambientes renovados), no puedo evitar tener la sensación de que mucha gente está vendiendo el mismo perro de siempre pero con distinto collar.
Me explico. Lo queramos o no, todos somos hijos de nuestra formación. Tendemos a encajar las cosas en nuestra pequeña visión del mundo, de la pastoral o de la Iglesia. Y siempre tenemos querencia a volver a los lugares comunes o seguros de las cosas, los resortes y los tics que conocemos.
Una de las cosas que más me sorprenden últimamente es cómo estas oraciones carismáticas se ritualizan y acaban adoptando costumbres y maneras de hacer que, en vez de producir libertad, generan una cierta sensación de peso.
Por intentar definirlo, por peso me refiero a aquello que cuesta, que aburre y que depende de nuestras fuerzas. Es tanto la devoción repetida maquinalmente, como la absolutización de palabras, canciones y gestos en los que Dios se manifestó en un momento dado, pero no tiene porqué manifestarse ahora.
La experiencia carismática debería caracterizarse por una libertad que nos lleva a la presencia de Dios, en la que es el Espíritu Santo quien determina el ritmo de las cosas. Cada oración es una aventura en la que no sabes por dónde va a soplar el Espíritu. Es algo que no se puede domeñar ni controlar, algo así como una ola a la que te tienes que subir para entenderlo y que, desde fuera, se mira con perplejidad cuando no con sospecha.
El problema viene cuando ritualizamos la experiencia, cuando queremos atraparla y nos la apropiamos metiéndola dentro de nuestras cuatro paredes conceptuales. Entonces nos volvemos carismáticos piadosos, o cristianos que practican la piedad carismática.
¿Qué es la piedad carismática?
1 Convertir la oración en algo que hacemos (hacer alabanza) y no en algo que somos (alabanza de su gloria, Efesios 1,12).
2 Devaluar la experiencia de la presencia de Dios mediante el Espíritu Santo para descentrarla poniendo el énfasis en la experiencia de los carismas y fenómenos como los descansos en el Espíritu.
3 Suplantar la responsabilidad y la madurez de los bautizados, así cómo la riqueza de las comunidades completas y equilibradas, por un liderazgo sacerdotal infantilizador.
Es decir, el mismo perro con distinto collar.
Traducido “a lo de antes” quiere decir:
1 Rezar mucho, hacer la oración piadosamente.
2 Centrarnos en los carismas que solo tienen los “ungidos” (no las personas, en el contexto de las comunidades) y convertirlos en algo que recibimos pasivamente cuando vamos a sus cosas (las de los ungidos).
3 Tratar a la gente como enanos espirituales que necesitan de por vida que les den una leche que no los lleva a la madurez, sino que los perpetúa en una pastoral de la dependencia.
Siento decirlo, cuando veo esas cosas y actitudes no puedo dejar de comparar con todo lo que he vivido en la Renovación “de toda la vida” que, por más que esté envejecida en algunos ámbitos, sigue teniendo una solera y una verdad de la que tenemos mucho que aprender.
Creo que venimos de una iglesia en la que la experiencia cristiana se había empequeñecido y minusvalorado tanto, que habíamos condensado la experiencia de ser cristiano en ser alguien de bien, que recibiera los sacramentos más o menos a tiempo y, si quería aspirar a sacar nota, se destacara por su piedad y militancia.
En este orden de cosas, la piedad formal se exaltaba como la manera de comunicarse con Dios; pero así, nos dejábamos en el tintero lo más importante de todo: la fe.
Y es que, se puede ser una persona de fe y no ser una persona piadosa, lo cual no es un problema; pero en cambio, también se puede ser una persona piadosa sin ser una persona de fe, lo cual es una carencia manifiesta.
La fe es la obediencia a Dios, el seguimiento de Jesucristo, la confianza en la Iglesia. La piedad que ilustro aquí (que no es lo mismo que el don de piedad) es simplemente un medio de expresión, un estilo de oración, una práctica devocional, una forma y metodología de asiduidad por repetición en la comunicación con Dios.
Para mi, la piedad mal entendida y su fomento, es el medio que usamos para tener las parroquias llenas de gente rezando todo el día. Este tipo de piedad sucede cuando suplantamos la Eucaristía por la ritualización de la adoración. Se da cuando repetimos maquinalmente oraciones y procedimientos, y nos olvidamos de que somos invitados a una relación personal con quien nos salvó y redimió gratuitamente. Se muestra cuando ahogamos la iniciativa del Espíritu Santo y nos interponemos en medio, para usar la piedad como manera de relacionar al pueblo con Dios.
Es, en otras palabras, un cristianismo de repetición o de “hacer oración”, en el que hacemos de la gente niños eternos (enanos infradesarrollados) y nos apropiamos de la unción como dispensadores únicos de una gracia de Dios que está reservada a los consagrados, los ungidos o los santones.
La piedad es el método de la cristiandad tardía, aquella que sucede cuando hemos devaluado la experiencia de Dios hasta tal punto de poder encerrarla en las paredes de las cuatro devociones que manejamos.
Esta piedad, poco a poco se convierte en un procedimiento que todo lo invade, por medio del cual anhelamos tener las iglesias llenas, y que se convierte en la vara de medir de toda la experiencia religiosa.
Bajo este régimen de piedad nos llaman la atención las cifras de peregrinos al último santuario de moda, los miles de rosarios que se rezan, las horas seguidas de adoración perpetua, y muchas otras cosas más que, siendo buenas en sí mismas, sin quererlo pueden suplantar en nosotros la experiencia de Pentecostés y la relación personal con Jesucristo en la vivencia de la comunidad cristiana eucarística.
Nos contentamos con hacer niños en la fe que reciben con regularidad un alimento del cual somos dispensadores en exclusiva y, al final, toda la experiencia de fe es una experiencia vicaria que pasa siempre por medio de las prácticas, por medio de los especialistas, o por medio de nosecuantos intermediarios espirituales en el cielo.
Para llegar al Padre, vamos a través de Jesucristo, a quien llegamos por la Virgen, ayudados por los santos, y mediados por los sacramentos, recitando nuestras oraciones y practicando nuestras devociones, que por supuesto dirigen y escriben siempre los mismos que se erigen en dispensadores de la gracia, la presencia y la relación con Dios.
Insisto, todo bueno en sí mismo, pero en su justo lugar. No hay cristianismo sin Cristo, el único mediador. No hay presencia de Cristo sin la Iglesia, su cuerpo. No tenemos bautismo sin sacramento y no tenemos alimento sacramental sin sacerdotes. No podemos ir a ninguna parte si no tenemos pastores y no seríamos el cuerpo de la Iglesia sin la comunión de los santos.
Pero, ¿se puede convertir la experiencia carismática en una experiencia piadosa?
Cada vez que nos empeñamos en bendecir uno a uno a cientos de personas con el Santísimo, como si el Señor no pudiera sanar con una palabra desde donde está mediante la fe de quien pide (como en el caso del centurión), y hacemos de esto una pseudo-liturgia carismática. Lo que está bien en un contexto y un momento puntual (un gesto de proximidad, una bendición individualizada) se vuelve algo maquinal cuando abusamos de ello ritualizándolo.
Cuando ofrecemos sesiones interminables de oración de intercesión, como si el toque de Dios dependiera de nosotros y lo concentrados que oramos. Entonces, subliminalmente estamos diciendo que la gracia solo llega a través de la intensidad de las palabras y gestos de los ungidos o los discernidos.
Cuando fomentamos que la gente esté dando vueltas como turismáticos de experiencia en experiencia, como si el valor del fuego de artificio fuera mayor que el del fuego constante de la comunidad.
Cuando no nos extraña que sin el santón de turno la gente no pueda tener una experiencia extraordinaria de Dios, pues tratamos a la gente como niños en la fe.
¡Claro que se puede convertir la experiencia carismática en un mero acto de piedad que en el fondo sigue reproduciendo el mismo ritornello de siempre!
Yo no puedo evitar tener esta sensación cuando veo los frutos de todas estas maneras de actuar. Lo veo en el cacao de gente que no distingue si ora al Padre, al Hijo o al Espíritu Santo. Ni huelen lo que es la oración trinitaria, y siguen fijados en una práctica devocional aparentemente muy cristocéntrica, tanto que invocan al Espíritu Santo cuando se expone al Santísimo. Tanto, que no saben dirigir una oración al Padre. Tanto, que hacen una alabanza a Jesucristo invocando a una imagen de la Virgen, en vez de pedir el Espŕitu Santo con la Virgen y aprender de ella en su escuela de oración a apuntar a Jesús .
Tampoco puedo evitar esta sensación cuando veo que en la experiencias neocarismáticas no se crece en la celebración de la Eucaristía, y en cambio proliferan las adoraciones al Santísimo que titulamos como “oración de alabanza” (si es adoración, es oración de adoración señores). Encima, se predica delante del Santísimo durante horas, se dirigen oraciones y se hace intercesión delante del mismo desplazando el centro de atención a quien lleva la oración, y se le pasea de arriba para abajo por toda la iglesia en bendiciones interminables, rebajándolo a poco más que una de esas reliquias que se acercan a besar las señoras devotas en las parroquias tradicionales.
No puedo evitar la sensación de que, en vez de generar libertad y presencia en las personas, en vez de generar intimidad en ellas y un seguimiento de Cristo en lo secreto de su habitación y en el ámbito público de la comunidad, estas “oraciones de alabanza” están generando una dependencia que hace que la gente crea que no se puede alabar sin una canción y que solo puede venir el Espíritu Santo cuando estamos en el templo con el Santísimo expuesto.
No puedo evitar la sensación de que quienes hace dos telediarios estaban predicando la virtud y la piedad, ahora están encantados de tener la iglesia llena y simplemente han adoptado el lenguaje de la alabanza y los carismas, para seguir predicando la virtud y la piedad, aunque la llamen carismática. No lo puedo evitar porque me parece que, mientras no dejen de predicar ellos e imponer las manos ellos para permitir que sea la comunidad (con ellos incluidos) la que lo haga, en el fondo no están dejando de hacer de cura de la cristiandad y no han entrado en la experiencia de ceder un control que solo debe pertenecer al Espíritu Santo, para que la gente descubra que en Jesucristo tenemos acceso directo al Padre.
En fin… son muchas cosas las que se agolpan en la mente y el corazón, y es muy difícil superar el análisis de sensaciones (el rollo que me da lo que está pasando), para poder categorizar y explicar lo que en el fondo está sucediendo.
Creo que la frase del inicio lo resume: ¿por qué lo llaman alabanza cuando quiere decir piedad? (que viene de aquella celebérrima que rezaba ¿por qué lo llaman amor cuando quiere decir sexo?).
Y es que, igual que hay una piedad justa y equilibrada a la que hay que dar su crédito, también hay una piedad malbaratada que es a la alabanza lo que el sexo al amor: algo que se parece y tiene todo el sentido del mundo dentro de una relación, pero que descontextualizado se vuelve un fin en sí mismo que no lleva a ninguna parte.
Si es Pentecostés y es nuevo, por favor, no hagamos lo de siempre; dejémonos sorprender por lo que el Espíritu Santo quiere hacer en nuestra iglesia.
Lo contrario es ofrecer el mismo perro con distinto collar…
PUBLICADO ANTES EN «RELIGIÓN EN LIBERTAD»
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