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(747) Iglesias descristianizadas (30) por silenciar a Cristo como Salvador y Sacerdote
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En mi anterior artículo (746) citaba al papa León XIV, que en su primera Misa, celebrada en la Capilla Sixtina, exhortaba a recentrar la vida de la Iglesia en Jesucristo, que es su centro en todos los sentidos, como Salvador y Sacerdote, como Maestro y Pastor: «Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios vivo, el único Salvador Y nosotros estamos llamados [y enviados] a dar testimonio de la fe gozosa en Jesucristo».
Estas graves palabras del Papa venían a señalar, de modo positivo e indirecto, pero elocuente, que la gravísima crisis actual de la Iglesia católica en los últimos decenios tiene su causa principal en el silenciamiento de Cristo, de su doctrina, de su gracia, de sus sacramentos, de sus caminos, y en una reducción horizontal a las cuestiones sociales presentes
Además del silenciamiento de Cristo, es preciso señalar que, entre los muchos errores modernos contra la verdad de su ser, ha de señalarse la de quienes lo niegan como Salvador único del mundo y como Sacerdote sacrificial expiatorio. La Palabra de Dios, enseñada por la Iglesia Católica, destruye esas negativas con las verdades de la fe.
1)
Jesucristo, Salvador del mundo
El Evangelio presenta a Jesucristo como «Salvador del mundo». Al disminuir hoy notablemente en la predicación de la Iglesia la dimensión soteriológica (salvación / condenación), ha disminuido al mismo tiempo el uso del nombre Salvador para designar a Jesús. Pero «al principio no fue así», ni tampoco durante casi veinte siglos de Tradición eclesial.
+El ángel Gabriel a los pastores: «No temáis, os anuncio una gran alegría, que es para todo el pueblo: Os ha nacido hoy un Salvador, que es el Cristo Señor» (Lc 2,10-11). +Y un ángel dice a San José que Maria «dará a luz un hijo, a quien pondrás por nombre Jesús, porque salvará a su pueblo de sus pecados» (Mt 1,21). +Zacarías, en el Benedictus, dos veces menciona la salvación que trae Jesús.+San Juan Bautista presenta en el Jordán a Jesús, cuando inicia su vida pública, diciendo: «Éste es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo» (Jn 1,29). +Y Jesús dice de sí mismo: «Yo soy la puerta; el que por mí entrare, será salvado» (Jn 10,9). «Yo soy el camino, la verdad y la vida: nadie llega al Padre sino por mí» (14,6).
+San Pedro dice de Jesús: «En ningún otro hay salvación, porque no hay otro nombre bajo el cielo, dado a los hombres, en el que podamos ser salvados» (Hch 4,12). San Juan Evangelista: «De tal manera amó Dios al mundo, que le ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en Él cree, no se pierda, sino tenga vida eterna. Porque no envió Dios a su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo sea salvado por Él» (Jn 3,16-17). «Lo hemos visto y damos testimonio de ello: que el Padre envió a su Hijo como Salvador del mundo. Quien confiese que Jesús es el Hijo de Dios, Dios permanece en él y él en Dios» (1Jn 4,14-15).
+San Pablo: «Todo aquel que invocare el nombre del Señor será salvado» (Rom 10,13). «Cree en el Señor Jesús, y serás salvado tú y tu casa» (Hch 16,31). «Dios no nos ha destinado al castigo, sino a alcanzar la salvación por medio de nuestro Señor Jesucristo, quien murió por nosotros para que, ya sea que velemos o que durmamos, vivamos juntamente con él» (1Tes 5,9-10).
Imagínense qué grado de falsificación del Evangelio se produce allí donde se elimina prácticamente en catequesis y predicaciones, en libros y cátedras, palabras como Salvador del mundo y salvación. Sin duda, es una desfiguración financiada por el Diablo.
Jesús, maestro y causa de la salvación
«Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios vivo, el único Salvador»
(Papa León XIV, 1ª Misa, Capilla Sixtina)
Es causa ejemplar, modelo supremo, maestro y ejemplo. Nosotros, miembros de su Cuerpo, nos unimos a la expiación sacrificial de Cristo en la Cruz, llevando la cruz nuestra de cada día, y uniéndonos en la Eucaristía a su sacrificio salvador.
Es causa eficiente de nuestra salvación. La Cabeza fluye continuamente en los miembros de su Cuerpo la sangre de la gracia. Es como una Vid que vivifica los sarmientos con savia viva. Por eso nos dice: «Sin mí no podéis hacer nada» (Jn 15,5). Con Él colaboramos en la salvación del mundo La Iglesia en la que vivimos como miembros, es «sacramento universal de salvación» (Vat. II, Lumen gentium 48; Ad gentes 1). Cristo salva al mundo con nosotros, que somos su Cuerpo. No hace nada en el mundo sin su Esposa, la Iglesia.
«Realmente, en esta obra tan grande, por la que Dios es perfectamente glorificado y los hombres santificados, Cristo asocia siempre consigo a su amadísima Esposa la Iglesia, que invoca a su Señor y por Él tributa culto al Padre eterno» (Sacrosanctum Concilium 7).
El pelagianismo
Pretenden los pelagianos recibir a Cristo sólo como ejemplo, como un gran modelo estimulante por su palabra y virtud. Creen que les basta con su enseñanza y ejemplo, y que no necesitan hoy propiamente el auxilio eficiente de su gracia. Para ellos, si no hubiera resucitado Jesús, el cristianismo seguiría siendo el mismo.
Mucha predicación y escritura actual es pelagiana: exhorta al bien y rechaza el mal, en el mejor de los casos poniendo a Cristo como maestro y ejemplo. Pero supone que después la buena voluntad de los hombres es capaz por sí misma de vivir los bienes que Él enseñó: «querer es poder» Sin alusiones a la necesidad de la gracia de Cristo, a la oración de súplica, a la confortación de los sacramentos, etc. Los resultados son necesariamente paupérrimos Para un pelagiano, ir a Misa, por ejemplo, es cosa buena y conveniente para una vida cristiana, pero no es propiamente necesario Los cristianos no practicantes son normalmente de corte pelagiano.
2)
Jesucristo, sacerdote eterno
Ya en el Antiguo Testamento se inicia la esperanza de un Mesías sacerdotal. En Isaías (52-53; 66,20-21), sobre todo en el Poema del Siervo de Yavé, hallamos la más impresionante descripción profética del Salvador sacerdotal, que salvará a los hombres con su sacrificio personal: «Ofreciendo su vida en sacrificio recibirá muchedumbres como botín, por haberse entregado a la muerte cuando llevaba sobre sí los pecados de todos e intercedía por los pecadores» (Is 53,10-12).Pero también hallamos en el profetismo otras notables pre-visiones sacerdotales (Gén 14,18; Ez 44-47; Zac 3; 6,12-13; 13,1s; Mal 1,6-11; 3,1s).
Y en el Nuevo Testamento, en la plenitud de la Revelación, el sacrificio de Cristo sacerdote realiza en forma suprema la glorificación de Dios y la salvación de los hombres. Si la Alianza Antigua fue sellada en la sangre de animales sacrificados cultualmente (Ex 24,8), la Nueva vendrá garantizada por la sangre de Jesús. Así lo entiende y lo revela Él mismo:
«Esto es mi cuerpo Ésta es mi sangre de la Alianza [nueva], que será derramada por muchos para remisión de los pecados» (Mt 26,27-28; +8,17).
-San Pedro contempla en Jesús al Siervo sufriente que muere por los pecadores (1Pe 2,22-25; 3,18). –San Pablo ve también en clave sacerdotal la obra de Cristo, que «se entregó por nosotros, ofreciéndose a Dios en sacrificio de agradable perfume» (Ef 5,2; +2Cor 5,7; 1Tim 2,5-6; Tit 2,13-14). Ahora, a la derecha de Dios, intercede siempre por nosotros (Rm 8,34). –San Juan nos muestra a Jesucristo como el verdadero Cordero pascual que quita el pecado del mundo (Jn 1,29.36); como pastor que da su vida por las ovejas (10), como purificador del viejo Templo (2,13-21), como nuevo Templo de Dios (2,21), que santifica a cuantos entran en él (17,17s): «Si alguno peca, abogado tenemos ante el Padre, a Jesucristo, el Justo. El es la propiciación por nuestros pecados. Y no sólo por los nuestros, sino por los de todo el mundo» (1Jn 2,1-2).
La carta a los Hebreos es el primer tratado de cristología, y contempla ante todo a Jesucristo como Sacerdote santo, eterno, único (Heb 2,17; 3,1; 4,14-5,5). «Él es el Mediador de una Alianza Nueva, a fin de que por su muerte, para redención de las transgresiones cometidas bajo la primera Alianza, reciban los que han sido llamados las promesas de la herencia eterna» (9,15). Cristo es el Mediador-Pontífice perfecto, porque es plenamente divino (1,1-12; 3,6; 5,5.8; 6,6; 7,3.28; 10,29), y al mismo tiempo es perfectamente humano, semejante a nosotros en todo, menos en el pecado (2,11-17; 4,15; 5,8).
El es el Templo verdadero, celestial, definitivo, construido por el mismo Dios, no por mano de hombre (8,2.5; 9,1.11.24). Podemos, pues, «entrar confiadamente en el santuario en virtud de la sangre de Jesús, por este camino nuevo y vivo, inaugurado por él para nosotros, a través del Velo, es decir, de su propia carne» (10,19-20; +Mt 27,51).
Mientras que los antiguos sacrificios «nunca podían quitar los pecados» (Heb 10,11), nosotros somos ahora santificados por la eficacia del sacerdocio de Jesucristo (7,16-24; 9; 10,118). El antiguo sacerdocio queda, pues, superado «a causa de su ineficacia e inutilidad» (7,18). Todo el poder santificador está en Jesucristo, sacerdote santo, inocente, inmaculado (7,26-28). Como dice San Pablo, «por éste se os anuncia la remisión de los pecados y de todo cuanto por la Ley de Moisés no podíais ser justificados» (Hch 13,38).
Las víctimas sacrificiales no son ya animales, sino que «nosotros somos santificados por la oblación del cuerpo de Jesucristo» (Heb 10,10). Tampoco somos redimidos con oro o plata, sino «con la sangre preciosa de Cristo, Cordero sin defecto ni mancha» (1Pe 1,18-19; +1Cor 6,20; 7,23).
El sagrado sacerdocio de Jesucristo es, pues: elegido por el mismo Dios (Heb 5,4-6; 7,16-17); -único, sea porque su sacrificio fue hecho de una vez para siempre (9,26-28; 10,10), sea porque «en ningún otro hay salvación» (Hch 4,12); perfecto en todos los sentidos (Heb 5,9; 10,14). Y por último (adviértase bien esto), es un sacrificio celestial: «el punto principal de todo lo dicho es que tenemos un Sumo Sacerdote que está sentado a la diestra del trono de la Majestad en los cielos, ministro del santuario y del tabernáculo verdadero» (8,1).
Lex orandi, lex credendi. En el prefacio V de Pascua la Iglesia da gracias a Dios y lo alaba en Jesucristo, «porque él, con la inmolación de su cuerpo en la cruz, dio pleno cumplimiento a lo que anunciaban los sacrificios de la antigua alianza y, ofreciéndose a sí mismo por nuestra salvación, quiso ser al mismo tiempo sacerdote, víctima y altar».
Todas estas grandiosas y esenciales realidades de la fe suelen ser hoy con frecuencia ignoradas en la catequesis y en la predicación pastoral, como si fueran doctrinas antiguas, pero sin fuerza actual para convertir y dar forma a la vida del hombre. Y por supuesto son ignoradas en gran medida por los fieles, incluso en el Resto practicante.
3)
Ausencia de Cristo, ascendido al Padre
«Salí del Padre y vine al mundo; otra vez dejo el mundo y me voy al Padre» (Jn 16,28). Los discípulos «vieron» como Jesús se iba del mundo y ascendía al cielo (Hch 1,9). Desde allí ha de «venir», al final de los tiempos, para juzgar a vivos y muertos (Mt 25,31-33).
Por eso, hasta que se produzca esta parusía prometida de su segunda venida gloriosa, una cierta nostalgia de la presencia visible de Jesús forma parte de la espiritualidad cristiana. Hasta los místicos más altos la han sentido y expresado. Así San Pablo:
«Deseo morir para estar con Cristo, que es mucho mejor» (Flp 1,23). «Mientras moramos en este cuerpo estamos ausentes del Señor, porque caminamos en fe y no en visión; pero confiamos y quisiéramos más partir del cuerpo y estar presentes al Señor» (2Cor 5,6-8). Y así, «mientras esperamos la gloriosa venida de nuestro Salvador Jesucristo», debemos «buscar las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la derecha de Dios» (Col 3,1
Presencia y ausencia de Cristo
«Yo estaré con vosotros todos los días, hasta el final de los tiempos» (Mt 28,20). Cristo nos prometió su presencia espiritual real y permanente hasta su Segunda Venida en gloria y majestad. No nos ha dejado huérfanos, pues, de un modo espiritual invisible e intangible, está en nosotros y actúa en nosotros por su Espíritu (Jn 14,15-19; 16,5-15). Él es el Sacerdote sumo y eterno que ejercita siempre su sacerdocio mediador en favor de nosotros (Heb 6,20; 7,3-25). El que está siempre presente en los Sagrarios. Y el que recibe a Cristo en la Eucaristía, dice Él mismo, «habita en mí y yo en él» (Jn 6,56).
Estos textos impresionantes, que el Vaticano II atestigua, nos aseguran en la fe esa presencia actual de Cristo entre nosotros. Es una presencia real, aunque invisible, que en cierto modo se hace visible en la liturgia de la Iglesia.
La liturgia es el modo principal de la presencia de Cristo ausente
La Liturgia es «el ejercicio del sacerdocio de Jesucristo. En ella. los signos sensibles significan y, cada uno de ellos a su manera, realizan la santificación del hombre [soteriología], por la cual el Cuerpo místico de Jesucristo, es decir, la Cabeza y sus miembros, ejerce el culto público íntegro [doxología]» (Vaticano II, Sacrosanctum Concilium 7c). En la Liturgia se da una multiforme presencia real de Cristo:.
«Cristo está siempre presente a su Iglesia, sobre todo en la acción litúrgica: Está presente en el +sacrificio de la misa, sea en la persona del +ministro, ofreciéndose ahora por ministerio de los sacerdotes el mismo que entonces se ofreció en la cruz, sea sobre todo bajo las +especies eucarísticas. Está presente con su virtud en los +sacramentos, de modo que, cuando alguien bautiza, es Cristo quien bautiza. Está presente en su +palabra, pues cuando se lee en la Iglesia la sagrada Escritura, es él quien habla. Está presente, por último, cuando la Iglesia +suplica y canta salmos, el mismo que prometió: Donde dos o tres están congregados en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos (Mt 18,20)» (5C 7a).
Y todas estas modalidades diversas de la presencia de Cristo son reales. Pablo VI lo advirtió con énfasis: «La presencia eucarística se llama real no por exclusión, como si las otras [modalidades de su presencia] no fueran reales, sino por antonomasia, porque es también corporal y substancial, pues por ella ciertamente se hace presente Cristo, Dios y hombre, entero e íntegro» (1965, enc. Mysterium fidei 5).
«En la liturgia terrena pregustamos y tomamos parte en aquella liturgia celestial que se celebra en la santa ciudad de Jerusalén, hacia la cual nos dirigimos como peregrinos y donde Cristo está sentado a la diestra de Dios como ministro del santuario y del tabernáculo verdadero» (+Ap 21,2; Col 3,1; Heb 8,2)» (Sac. Conc. 8).
Cristo está presente en nosotros por la fe y la caridad. Su presencia espiritual, su inhabitación, es evidente, porque la Cabeza está vivificando siempre por su Espíritu a su Cuerpo místico y a cada uno de sus miembros. «Nosotros somos templo del Dios vivo» (2Cor 6,16). «¿No sabéis que sois templos de Dios y que el Espíritu de Dios habita en vosotros?» (1Cor 3,16: +6,19). «El que me ama guardará mi palabra, y mi Padre lo amará, y vendremos a él y haremos morada en él» (Jn 14,23).
En fin, la sagrada Eucaristía es el vínculo fundamental entre Cristo y el cristiano, el signo y la causa de su unión: «Yo soy el pan vivo bajado del cielo El que come mi carne y bebe mi sangre habita en mí y yo en él. Así como vivo yo por mi Padre, así también el que me come vivirá por mí» (Jn 6,51-57).
4)
Errores modernos sobre Nuestro Señor Jesucristo
En este artículo he presentado una síntesis de la sagrada Escritura sobre Cristo en cuanto Salvador y Sacerdote. Una verdad de la fe grandiosamente afirmada en la Carta a los Hebreos (salvador, salvación, sacerdote, ofrenda, sacrificio, expiación, etc.). Y tengamos en cuenta que esta Carta viene a ser el primer tratado de Cristología de la historia, el primero y el único revelado por Dios.
Sin embargo, estas grandiosas realidades de nuestra fe, que hemos recordado con gratitud y veneración, han sido en nuestro tiempo, y siguen siendo, consideradas por ciertos neomodernistas como una doctrina hoy ininteligible e impresentable.
Cito ahora solo a dos de estos autores, porque tuvieron amplia difusión. Y también porque sobre ellos escribí en este blog varios artículos críticos: Olegario Fernández de Cardedal (51-52) y José Antonio Pagola (76-79) Aquí solo hago critica de un par de textos de Olegario (Cristología (BAC, Sapientia fidei, Madrid 2001, 601 pgs.). Al leerlos, no olviden que la Sapientia Fidei fue una colección teológica de más de veinte libros, promovida por la Conferencia Episcopal Española.
«Sacrificio. Esta palabra suscita en muchos [¿en muchos católicos?] el mismo rechazo que las anteriores [expiación, satisfacción, etc.]. Afirmar que Dios necesita sacrificios o que Dios exigió el sacrificio de su Hijo sería ignorar la condición divina de Dios, aplicarle una comprensión antropomorfa y pensar que padece hambre material o que tiene sentimientos de crueldad. La idea de sacrificio llevaría consigo inconscientemente la idea de venganza, linchamiento [ ] Ese Dios no necesita de sus criaturas: no es un ídolo que en la noche se alimenta de las carnes preparadas por sus servidores» (Cristología 540-541)
Notable ejemplo de terrorismo verbal
Esta caricatura cruel del «Sacrificio» redentor de Cristo, la extiende también Olegario negando la historicidad de todos los acontecimientos postpascuales (171-173). Apariciones del Resucitado a Pedro, encuentro y comida en el Cenáculo o en el lago de Tiberíades, escenas de Cristo con Magdalena o los de Emaús, la Ascensión en Galilea, etc, todas esas narraciones las estima como una «perversión del lenguaje religioso», que expresa misterios de la fe con términos bíblicos y tradicionales, esto es, con «topografías y cronologías, tanto antiguas como modernas». Son sucesos no ocurridos.
Las palabras de las Escrituras sobre Jesús en cuanto Salvador y Sacerdote, que estos dos y otros muchos autores rechazan, son palabras de Dios, de la Tradición y el Magisterio, y tienen gran fuerza reveladora del misterio de Cristo. De tal manera que quienes las contradicen y silencian, no hacen teología católica, sino pura ideología no católica, es decir anti-católica.
Y no parece excesivo afirmar que tal ideología, ampliamente difundida, presentada como si fuera una exégesis y teología científica del misterio de Cristo, es una de las causas principales de la carencia actual de vocaciones sacerdotales y de la descristianización de aquellas Iglesias locales, que en unos pocos decenios se han reducido a la mitad o a en un tercio.
Ya se ve que la Iglesia Católica, que preside nuestro papa León XIV, tiene sin duda como tarea principal no solo vencer el silenciamiento de Cristo en la vida de la Iglesia, asegurando en todo su centralidad protagonista, sino también recuperar la ortodoxia sobre nuestro Señor y Salvador Jesucristo, según la Escritura, la Tradición y el Magisterio.
Deus vult.
José María Iraburu, sacerdote
Índice de Reforma o Apostasía
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