David no sólo tuvo un calentón. Sólo eso no explica lo que en realidad pasó en su corazón: junto a la lujuria, se levanta la codicia. Y al ser constituido en autoridad, abusa también de ella. En fin, que un pecado no suele venir solo, sino que trae otros muchos. La regia metedura de pata se convirtió en el culebrón más impactante de la escritura.
El corazón desordenado llevado de la lujuria termina usando a los demás y también a uno mismo. El libro del Génesis es dramáticamente descriptivo: «tendrás ansia de tu marido, y él te dominará» (3,16). Estas palabras de Dios dirigidas a Eva nos introducen en la fealdad de la lujuria. Es el olvido de la comunión en el amor y la intromisión en la sexualidad humana del lenguaje del deseo desordenado, el dominio, la posesión, la codicia. No hace falta explicar lo evidente en un mundo tan lleno de toda esa porquería. Y tampoco hace falta explicar que todo eso sobra porque nos hace muchísimo daño.
Pero el corazón del hombre tiene salvación: la conversión. Ésta comienza leyendo la palabra de Dios, en el caso de David escuchando la palabra del profeta. David es puesto en evidencia, sus deseos son puestos a la luz de Dios. Entonces, lejos de negar la situación, acepta la cruda realidad con humildad, acepta su fragilidad, su desorden interior. Hace una confesión.
Esta cruda aceptación de nuestros pecados tal y como son en la presencia de Dios —no en nuestra presencia, porque hacemos trampas—, es la clave de la verdadera conversión. Y, puestos delante de Dios, nos dejamos cautivar por su grandeza, por su integridad, por su modo casto de mirar a todos los seres humanos. Cristo tiene unos ojos para mirarnos que no nos utilizan nunca como objetos, sino que nos ama incondicionalmente en nuestra dignidad personal. La castidad es mirar a todos con los ojos de Cristo. Creo firmemente que hoy día el mayor martirio cotidiano, en sentido testimonial, es el empeño en vivir del amor casto de Dios para poder mirar a todos: tanta facilidad para consumir tecnológicamente lo que antaño tenías que ir a buscar a lugares concretos pone a prueba la reciedumbre del corazón. Pero la virtud de la pureza viene de lo alto: es gracia de Dios y testimonio vivo de la victoria del amor. ¡Pidámosla!
David, ayudado por la luz de Dios, tuvo su conversión, su penitencia. Y lo dejó plasmado en el salmo 50, que ayer y hoy leemos en la liturgia de la palabra. Un salmo que conviene meditar muchísimo dada nuestra débil condición y lo necesitados que estamos de una constante conversión de nuestros pecados. Dejémonos iluminar por el Señor.
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