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PRIMEROS AÑOS
San Juan Bautista María Vianney, una de las más prodigiosas glorias del clero de Francia, nació en Dardilly, cerca de Lyon, el día 8 de Mayo de 1786 y fue bautizado el mismo día.
Hijo del agricultor Mateo Vianney y de María Belusa, tuvo cinco hermanos, todos consagrados solemnemente a Nuestra Señora antes del nacimiento. Eran Catalina, Juana María, que desapareció a los cinco años, Francisco, Margarita y otro Francisco, que apodaban “el benjamín”.
De padres cristianos, Juan María fue desde niño piadoso, dulce y bueno. La madre, un día, le dio una imagen de Nuestra Señora, y el niño predestinado jamás la soltaba. La llevaba tierna y respetuosamente en los brazos adonde fuera, así pensaba él y acostumbraba a rezar delante de ella, demorada y compenetradamente, ya como un pequeño sacerdote.
Pronto comenzó a enseñar a sus compañeros las lecciones de religión que aprendía de sus padres, a veces inclusive a adultos, muy serio, muy seguro de sí mismo, siempre inspirado.
Con la invasión de la Revolución a las provincias vivió días tristes: las iglesias cerradas, tristemente cerradas al pueblo lo entristecían, y los sacerdotes, perseguidos, aquellos padres heroicos sin miedo, que por la verdad, decían misas clandestinas en lo más espeso de los bosques, dando Jesús a los hombres, le llenaban su alma de admiración y de un cierto desasosiego, de una avidez incontenible para las cosas de Dios.
En efecto, desde aquellos momentos agitados, de grandes desórdenes, de muerte, de miedo y de hambre, nació el rumbo que se propuso alcanzar: con su carácter ya templado, tuvo un celo apasionado dirigido a la salvación de las almas.
De extraña predilección por los pobres, por los abandonados que nada poseen, ni comida ni cariño, los reunía por los caminos, por los bosques, a lo largo de los setos, y, alegremente, los llevaba a su casa, donde sus padres, afamados desde hacía mucho por la caridad, acogían a todos los desventurados con una gran sonrisa que ahuyentaba poquedades.
VOCACIÓN SACERDOTAL
A los trece años, con un fervor fuera de lo común, Juan María, resplandeciente, hizo su primera comunión. Y el buen niño, con Jesús en el corazón, un corazón inmenso, decía para sí mismo, como si fuera la más dulce de las melodías:
¡Yo seré Sacerdote! ¡Yo seré Sacerdote! … ¡Y lo fue!
Valientemente, se lo dijo a su padre. Pero él, hombre prudente y conocedor de la vida y de los entusiasmos de la juventud, lo hizo esperar dos años para observarlo y probarlo.
y nuestro orgullo para evitar que nos convirtamos en Santos.
El orgullo es el hilo que mantiene juntos el rosario
de todos los vicios; la humildad es el hilo que mantiene
juntos el rosario de todas las virtudes. Los Santos
se conocían mejor de lo que pensaban los demás,
y por eso eran humildes» San Juan María Vianney
Era el tiempo del Directorio, aquella época de agitación política agravada por la penuria de las finanzas y de la economía nacional, época de disolución de las costumbres, no sólo porque los hombres buscaban en los placeres olvidarse de las amarguras pasadas y de los peligros a los que se habían expuesto, sino por el dinero que algunos amontonaban con la compra de bienes nacionales y con los suministros militares, dinero fácil que llevaba al lujo, la ostentación, la vanidad y la depravación.
Al final, Juan María entró en la escuela fundada por el abad Balley, sacerdote entonces, de Ecully.
El joven Vianney fue un alumno que hizo progresos lentos, aunque se esforzaba desesperadamente. Y, para obtener buenos resultados, se mortificaba para conseguir ayuda del Cielo.
En 1807, con veinte años, Juan María fue confirmado por el Arzobispo de Lyon, el Cardenal Fesh, tío de Napoleón.
Aspirante al Sacerdocio, se libró del servicio militar. Enfermo, vagó de hospital en hospital. De regreso a sus estudios, hizo el primer año de Filosofía, de 1812 a 1813, en el pequeño seminario de Verrieres.
Seminarista modelo, pero alumno bastante enfermizo, el poder de la oración fue consiguiendo abrirle el camino, hasta que estuvo en el seminario mayor de San Ireneo de Lyon. Allí, brilló especialmente por sus virtudes.
Fue ordenado Sacerdote el 13 de Agosto de 1815, por Monseñor Simón, Obispo de Grenoble; tenía veintinueve años. Nombrado Vicario de Ecully, allí estuvo por tres años. Tuvo entonces la oportunidad de revisar con calma, toda su Teología.
CURA DE ARS
Designado para Ars, que quedaba a treinta y cinco kilómetros al norte de Lyon, llegó a un lugar donde sufriría por el rígido invierno, aquella ciudad que lo tendría por cuarenta y dos años, o sea, hasta el día en que, dejando la tierra, iría para Dios. Era el año de 1818.
Juan María fue directamente a la Iglesia. Cayendo de rodillas, quedó por largo tiempo sumido en adoración.
Los habitantes de Ars, vivían indiferentes en cuanto a la religión, aunque constituían buenas familias. Juan María se puso inmediatamente a trabajar. Y con la acción del santo cura, poco a poco, todo se fue transformando.
Cinco años después, Ars tenía otra fisonomía: el trabajo de los domingos fue totalmente abolido. La blasfemia, que andaba loca por el lugar, desapareció. El vicio de la embriaguez, en el que la mayoría de los hombres había caído, se había retirado. Y los bailes inconvenientes y desenfrenados, paulatinamente fueron siendo eliminados de la feligresía. Para ganar tal batalla, cuántos trabajos, cuántos ayunos, cuántas suplicas, ¡cuánta oración!
Mucho antes del amanecer, Juan María se levantaba y se prosternaba delante del Tabernáculo. Y allí, arrodillado, silenciosa y ardientemente, rogaba al Señor, con insistencia, que le convirtiese aquellas almas que se habían apartado del camino.
Se disciplinaba a si mismo, descansaba expuesto al sol, dormía sobre duras ramas. Y, cuando todo comenzó a mejorar, he aquí, de repente, que comenzaron las calumnias y las hipocresías. Esto, sin embargo, no era problema para el Santo Cura.
Las persecuciones de los hombres se juntaron a las del demonio. Y la lucha que trabó con el espíritu del mal, duró treinta y cinco años: se inició en 1824 y terminaría un año antes de su muerte.
Durante la noche, fantasmas horrendos, actos infernales, voces insultantes terribles transformaban la casa parroquial en un verdadero infierno, en horribles pesadillas tormentosas. Se ve hasta hoy, en parte, los trazos del fuego que le destruyeron su cama de madera.
Pero sustentado por gracias divinas, Juan Bautista María Vianney salió victorioso de todos los asaltos. Y la Virgen, cuya imagen guardaba en su infancia, le apareció dulcemente, para alentarlo y animarlo.
Dice San Juan Bautista María Vianney que al decir, todos los días, la Santa Misa, veía a Nuestro Señor.
La iglesia vieja, fue restaurada. Edificó muchas capillas, todo para la honra de Dios y el bien de los fieles.
SU AMIGA SANTA FILOMENA
Dios le concedió el don de los milagros. Y los milagros que realizó, los atribuía a Santa Filomena, su celestial amiga, llamada la taumaturga del siglo XIX, cuya historia comenzó a ser conocida en 1802, año en que fueron descubiertas las reliquias en la catacumba de Priscila, en la vía Salaria.
En 1820, Vianney fue nombrado cura de Salles, en Beaujolais. En Ars la consternación fue muy grande. Y el pueblo, que no se conformaba con la idea de ver al santo apartado del lugar, comenzó a suplicar para que no se lo llevasen de la comunidad. Atendidas las ovejas, la alegría volvió a reinar en Ars.
En 1824, fue abierta una escuela popular por el buen Cura, destinada a las niñas. Pronto fue abierto un orfanato contiguo. Trabajador incansable, nadie reconocía en la Ars de aquel momento, la de San Juan Bautista María Vianney, aquella ciudad abandonada, desorganizada y blasfema de otrora.
El programa diario del Santo Cura era exhaustivo: de madrugada, exactamente a la una, iba a la iglesia para rezar; antes del amanecer confesaba a las mujeres; a las seis en verano, a las siete en invierno, celebraba la santa misa; después de la acción de gracias, los peregrinos lo rodeaban, implorando bendiciones, curaciones, palabras de aliento, seguidos de consejos para los más variados casos, conversiones de éste o aquél ser querido, pariente, amigo o compañero de trabajo; a las diez de la mañana, recitaba las pequeñas Horas de su viejo breviario, amigo inseparable, después se sentaba nuevamente en el confesionario; a las once era el Catecismo, aquel Catecismo que quedó famoso; después del almuerzo, que era bien pequeño, seguía la clásica visita a los enfermos, mientras que la multitud se reunía para verlo pasar, para tocarle sus ropas, multitud que el Santo, compadecido por la dedicación de los fieles, bendecía dulcemente; después de haber rezado las Vísperas y las Completas, y por tercera vez, lo recibía la penumbra del confesionario, donde muchas veces, se quedaba hasta altas horas de la noche.
¡Que devoción por los pecadores! ¡Cuántas conversiones, incluso las de reputación de imposibles, fueron realizadas por el santo! ¡Qué don, el de descubrir entre la multitud, a los grandes pecadores! Los llamaba y dulcemente les hablaba de las bellas cosas de Dios y de las horribles cosas del demonio.
La oración de la noche era tan emocionante, que toda la gente lloraba. Los Domingos, en la Misa, siempre predicaba.
ÚLTIMOS AÑOS
Tan grande era la fila de los peregrinos que lo buscaban, que hubo necesidad, un día, que viniera un padre vecino a ayudarlo: era el padre Raimundo, que, a partir de 1845, se tornó su Vicario. En 1850, Juan Bautista María fue distinguido con el canonicato: vendió entonces su capa en beneficio de los pobres. Dos años después, le concedieron la Cruz de la Legión de Honor, que rechazó, ya que era necesario dar una cantidad de dinero que él prefería reservar para limosnas.
Era el año 1853. Cuando el Padre Toccanier substituyó al Padre Raimundo como auxiliar de San Juan Bautista María Vianney, el Santo, con deseos de retirarse para poder “llorar la pobre vida”, resolvió dejar Ars.
¡Fue un episodio conmovedor! La alarma sonó. El pueblo le cerró el camino y lo llevó a la iglesia. El Santo, sumiso a la Voluntad de Dios y para el alivio de la multitud, que daba gracias al Altísimo, continuó en su puesto, aquel puesto del que sólo la muerte lo habría de apartar. Y cuando murió, la desolación fue indescriptible. Era el día 4 de Agosto de 1859 y tenía setenta y tres años.
Los peregrinos y los feligreses desfilaron por cuarenta y ocho horas sin interrupción, ante el cuerpo de aquel Santo que se fue ante el Santo de los Santos. Llegando a la más sublime perfección, al más alto grado de unión mística y angélica, en toda Ars, solamente se hablaba del buen Juan Bautista María, de su bondad, paciencia, humildad, santidad, desvelo y caridad.
Taumaturgo inmenso, el Santo Cura de Ars realizó milagros sin tener en cuenta sus sufrimientos corporales y morales, siempre a favor de las miserias espirituales. Incluso en vida, ya el pueblo lo proclamaba santo.
Enterrado en su iglesia, Juan Bautista María Vianney fue declarado Venerable el 3 de Octubre de 1872, por Pío IX. Beatificado por el Papa San Pío X, el 8 de Enero de 1905, fue instituido por el mismo Pontífice como Patrono de todos los Sacerdotes de Francia que se encargaban de las almas. La Canonización, por el Papa Pío XI, tuvo lugar en 1925, el día 31 de Mayo, algunos días después de la de Santa Teresita del Niño Jesús.
Ars, rápidamente, se convirtió en un gran centro de peregrinación. Allí, un magnifico santuario fue erigido, y el cuerpo del Santo permanece en un relicario. El corazón, que fue encontrado intacto en la exhumación del 17 de junio de 1940, es venerado aparte.
Vida de los Santos, Padre Rohrbacher
¡Cuan diferente es el Cristiano que vive en la tibieza!. No deja de creer todas las Verdades que la Iglesia enseña, más de una manera tan débil, que en ella casi no toma parte su corazón. No duda de que Dios le ve, de que esta siempre en su santa presencia; pero, a pesar de ese pensamiento, no es ni más bueno ni menos pecador; cae en pecado con tanta facilidad cual si no creyese en nada; esta muy persuadido de que, mientras viva en tal estado, es enemigo de Dios; más no por eso sale del mismo.
Sabe que Jesucristo dio al Sacramento de la Penitencia el poder de perdonar nuestros pecados y de acrecentar nuestra virtud. Sabe que dicho Sacramento nos concede gracias proporcionadas a las disposiciones con que nos acercamos a recibirlo más no importa: la misma negligencia, la misma tibieza en la practica. Sabe que Jesucristo esta real y verdaderamente en el Sacramento de la Eucaristía, alimento absolutamente necesario para su alma; sin embargo, ¡mirad cuan poco desea recibirlo!.
Sus confesiones y Comuniones no son frecuentes; solamente se determina con ocasión de alguna gran Festividad, de un Jubileo, de una Misión; o bien va para no distinguirse de los demás, pero no para alimentar su pobre alma. No solamente no trabaja para merecer una tal dicha, sino que ni tan solo envidia la suerte de los que se acercan frecuentemente a gustar de sus dulzuras. Si le habláis de las cosas de Dios, os responderá con una indiferencia que muestra bien a las claras cuan insensible sea su alma a los bienes que nos puede proporcionar nuestra santa religión.
Nada le conmueve: escucha la Palabra de Dios, es cierto, pero no es raro el caso en que se fastidie; la escucha con pena, por costumbre, cual una persona que cree saber ya bastante, y portarse lo suficientemente bien para no necesitar tales instrucciones. Las oraciones demasiado largas le molestan. Su espíritu esta aun absorbido por las obras que acaba de ejecutar, o por las que va a comenzar terminada la oración ; se fastidia tanto, que su pobre alma parece estar en la agonía vive aun, pero ya no es capaz de hacer nada en orden al cielo.
La esperanza del buen Cristiano es firme; su confianza en Dios es inquebrantable. Nunca pierde de vista los bienes y los males de la otra vida, tiene siempre presente en su espíritu el recuerdo de los sufrimientos de Jesucristo; su corazón casi no se ocupa de otra cosa. Unas veces piensa en el infierno, para considerar la magnitud del castigo que el pecado merece, y la desgracia de quien lo comete, lo cual le dispone a preferir la muerte al pecado; otras veces, para excitarse al amor de Dios y para sentir la grandeza de la dicha de quien ama más a Dios que a todas las cosas, fija su pensamiento en el Cielo, y se representa la magnitud del premio de quien lo deja todo por Dios. Entonces solo desea a Dios, solo quiere a Dios: nada valen para él los bienes de este mundo; le gusta verlos despreciados, y los desprecia el mismo; los placeres mundanos le causan horror. La muerte no le atemoriza, pues sabe muy bien que solo ella puede librarle de los males de esta vida y juntarle con Dios para siempre.
Extracto del «Sermón sobre la Tibieza» de San Juan María Vianney
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