La popularidad de una pieza musical religiosa es directamente proporcional a lo que los oyentes esperan de su compositor: que, por supuesto, sea un verdadero creyente. Miles de fieles católicos han entonado, desde unos años después de la composición, hasta hoy, un Ave María, el nombre de cuyo compositor a menudo ignoran o, si lo saben, confirmarían lo dicho si se les preguntara: ”Claro que se debe tratar de un creyente convencido”. Es tal el fervor y el trance religioso que impregnan la obra y lo contagian masivamente a los oyentes, que no se podría afirmar otra cosa.
Sin embargo, dicho compositor, que también es autor de unas Misas y otras obras religiosas animadas por el mismo espíritu, no se declaraba miembro de la Iglesia católica. Esta figura es la de Franz Schubert (1797-1828), quien compuso inicialmente su Ave María como un arreglo de una canción popular para el poema épico del escritor escocés Walter Scott La dama del lago -basándose en la cual también Rossini compuso una ópera-, una de las obras schubertianas para el canto a varias voces. La obra original, en alemán, no se corresponde con el texto de la oración en latín, pero, gracias a otro arreglo, ha llegado hasta nuestros días como si esa correspondencia existiera totalmente.
El Ave Maria de Schubert, en la voz de Luciano Pavarotti (1935-2007).
Schubert sufrió enormemente por la incomprensión de su padre y de sus contemporáneos, por la pobreza, las enfermedades y la falta de habilidades para las vanidades e intrigas mundanas. Su padre, convencido de que el destino del joven estaba en el oficio de maestro de escuela, el suyo propio, le cerró dos veces las puertas de su casa. Lo lamentaría amargamente, aunque la reconciliación entre los dos se dio más tarde, ante la muerte prematura de su hijo.
No se oponía a favorecer de algún modo la formación musical de éste, integrante en su infancia del coro de la Capilla Imperial austríaca y uno de los más sobresalientes alumnos de música en la escuela Konvikt; pero no vislumbraba ningún porvenir favorable para el joven Franz como compositor.
Franz Schubert, en un retrato de Wilhelm August Rieder en 1875.
Schubert le hizo caso inicialmente a su padre y ejerció por un tiempo la docencia, pero llegó un momento en que no resistió más la presión de las circunstancias, las de una ocupación que le impedía ser él mismo, un artista completo, y las de alumnos que se burlaban salvajemente de él por sus distracciones y su concentración en las melodías que siempre afloraron tumultuosa y ricamente en su imaginación musical. Schubert respondía a estas burlas y desórdenes con severos castigos, estallidos de ira que fueron muy ocasionales en la vida de un hombre que nunca perdió cierta inocencia y de trato fraternal con sus allegados.
El compositor de la amistad
Aristóteles explica en su Ética a Nicómaco por qué los jóvenes son mucho más propensos que los adultos a hacer amistades y a confiar sin recelos en los amigos, aunque de allí a la existencia de serias amistades perdurables hay mucho trecho. Schubert encarnaba maravillosamente esas ansias juveniles, para él perdurables en grado sumo; fue un ser que valoró intensamente la amistad, el músico que mejor la puso en práctica tanto en su vida como en su obra.
En ello influyeron no solamente la jovialidad propia de su edad, sino su personalidad, su carácter y su temperamento. Quiso y fue querido entrañablemente por sus amigos, con los que compartió no solo el amor a la música sino, como algunos de ellos lo refirieron luego, incluso la ropa: abrigos, medias y bufandas eran compartidos en el uso diario por los amigos, unidos también en la pobreza y por las llamadas schubertíadas, en las que se disfrutaba, cuando se podía, del vino, del piano, interpretado por el compositor, la música de cámara y las canciones (lieder), de las cuales Schubert fue autor en la módica suma de 603 para una voz y piano, inspiradas por la poesía de Goethe, Schiller, Grillparzer -su amigo-, Rückert, Heine y otros poetas alemanes de su tiempo de desigual calidad.
Ningún otro compositor se ha interesado tanto por la poesía ni ha sido él mismo tan poético, a pesar de que en las culturas alemana y austríaca no han faltado maestros del lied como Schumann, Brahms, Hugo Wolf, Max Reger, Gustav Mahler y Richard Strauss, sus sucesores en el género.
Prodigalidad de obras y sueño de amor
Fuera de sus lieder, Schubert compuso nueve sinfonías, una de las cuales está perdida; dieciocho óperas, de las que mejor se conocen unas tres o cuatro, todas raramente representadas, aunque si a algo aspiraba el compositor era a ser estimado en este campo; diecinueve cuartetos de cuerda –La muerte y la doncella es uno de los que más sacuden las entrañas-, dos quintetos –uno con piano, La trucha, y otro para dos violonchelos, una de las obras más cumbres de la música de todos los tiempos-; un octeto, veintiuna sonatas para piano –las últimas, sobre todo la D.960 en si bemol mayor, representan también cumbres en la tradición del teclado-, cuatro tríos con piano, tres sonatinas y una sonata para violín y piano, numerosas obras vocales para más de una voz, numerosos duetos para piano, una abundante colección de minuetos, escocesas y danzas alemanas para el mismo instrumento; siete Misas y otras composiciones religiosas.
Quinteto de cuerdas en Do mayor con dos violonchelos, D. 956 [D.: catálogo de Otto Erich Deutsch] de Schubert.
“Cuando he querido cantarle al amor, éste se ha transformado en dolor. Cuando he querido de nuevo cantarle al dolor, éste se tornó amor”. Los términos del compositor resuenan mejor a través de su música. Existen quienes piensan, por ignorancia o sensibilidad muy mal cultivada. que toda música clásica tiende ser quejumbrosa o depresiva. El dolor de Schubert no lo es. Es el de un alma que entiende que sus ideales son irrealizables en este valle de lágrimas.
Espoleado por el abatimiento de una sífilis, enfermedad por entonces incurable -al final de sus días se mezclará con un tifo mortal-, por la dificultad de que su música fuera editada y difundida ampliamente y, sobre todo, por una soledad que, paradójicamente, gozaba de tan buenos amigos, pero que nunca pudo ser superada en la relación estable con una mujer en un matrimonio, también escribía:
“Nadie que pudiera compartir el dolor de otro; nadie que pudiera entender su alegría.
»Los caminos de los hombres se cruzan, pero nunca se encuentran.
»Atormentado por una santa angustia, aspiro a vivir en un mundo más bello y deseo poblar esta sombría tierra de un todopoderoso sueño de amor.
»Señor Dios, ofrece por fin a tu hijo, esta criatura de la desgracia, ofrécele como signo redentor un rayo de tu amor eterno.
»Mírame, hundido en el barro, quemado por el fuego de la angustia. Voy por mi camino en la tortura y me acerco a la muerte.
»¡Toma mi vida, mi carne y mi sangre! Sumérgeme en las aguas del Leteo y dígnate, oh Todopoderoso, hacer de mí otro hombre, más vigoroso y más puro”.
Pero Schubert nunca se sumió por completo en la desesperación. Sabía cómo recuperar la paz y la concordia con sus amigos. En Viaje de invierno, el más melancólico de sus tres ciclos de lieder -los otros dos son La bella molinera y El canto del cisne, este último sobre poemas que Beethoven quiso musicalizar, pero no le alcanzó la vida para ello-, hay una canción que puede ser considerada como epítome del mundo schubertiano. Se titula Última esperanza:
“Aquí y allá, en los árboles, / aún puede verse una hoja coloreada. / Y ante los árboles / a menudo me detengo a pensar. / Miro la hoja solitaria / pongo en ella mi esperanza. / Cuando el viento juega con mi hoja. / tiemblo cuando puedo. / ¡Ay, cuando la hoja caiga al suelo / mi esperanza se hundirá con ella! / Yo también caeré y floreceré / sobre la tumba de mi esperanza”.
Aun en las circunstancias más críticas, ni en la agonía, cuando estaba en la flor de la edad, Schubert perdió la esperanza, como lo atestiguan sus últimas obras: “Los instantes benditos iluminan la vida sombría; enseguida esos instantes benditos se convierten en un gozo durable”.
Y pocos goces tan durables como el de la música. Su amigo Franz von Schober escribió la letra de una de sus más célebres canciones, junto con El rey de los elfos, Margarita en la roca, La muerte y la doncella, La trucha y muchos más. Se titula A la música:
“Tú, bello arte, en cuantos momentos de aflicción, en que el salvaje cerco de la vida me aprisionaba, has inflamado mi corazón con un cálido amor, me has elevado a un mundo mejor. Cual suspiro desprendido de tu arpa, tus dulces y sagrados acordes a menudo me han abierto nuevos y mejores horizontes. ¡Tú, bello arte, te doy las gracias por ello!”.
Una intimidad siempre dialogante
Compositores como Beethoven y él parecen haber auscultado hasta el fondo los corazones de sus oyentes para saber cómo consolarlos y reanimarlos en tiempos de sequía. Entre más introspectivos eran, eran también más comunicativos. Schubert es absolutamente dialogante e íntimamente comprensivo de las ansias espirituales de quienes escuchan su música. “Una sima grita a otra sima con voz de cascadas”, reza el Salmo 41, y un viejo himno de la Iglesia proclama: “Tu palabra será bálsamo suave en mi dolor”. La música también puede ser ese bálsamo y eso es la de Schubert. Es como un abrazo que, sentido por primera vez, acompañará luego toda una vida. Es pura amistad, pura bondad. Una de sus hermanas decía de él: “Tenía un corazón admirable. No era celoso y no ocultaba su alegría al oír buena música. Se sujetaba la cabeza con las manos y escuchaba en éxtasis. La inocencia y la paz de su corazón no pueden describirse”.
Schubert distaba mucho de ser un hombre vanidoso. “De sí mismo y de sus obras hablaba más que raramente y siempre de manera muy breve”, escribía uno de sus amigos. Quería tanto a Beethoven -éste afirmaba que en su colega había una “chispa divina”; los dos nunca se encontraron personalmente, aunque viviendo muy cerca el uno del otro- que, si le hubieran pedido sentarse en una primera fila en un homenaje a genios de la música, hubiera preferido hacerlo discretamente en un segundo o tercer lugar.
“¿Puede hacerse algo después de Beethoven?», decía. Se hacía pequeño, siendo tan grande. Pequeñez grandiosa, grandeza de los pequeños. Sin embargo, era consciente de su valía y en una ocasión le cantó la verdad sobre su mediocridad, en otro estallido momentáneo de ira, a los músicos de una orquesta que se negaban a interpretar una de sus sinfonías juzgándola técnicamente fallida.
Sus intérpretes y el piano
Según el violonchelista Anner Bylsma (1934-2019), “Schubert es el hombre en el camino hacia la horca, incapaz de dejar de decir a sus amigos cuán incomparablemente bella es la vida y cuán simple es”. Y agregaba: “Su místico anhelo de amor y encanto: ¿Será alguna vez realidad? ¿O está ya aquí?”.
Por su parte, Alfred Brendel (n. 1931), el más schubertiano de los pianistas porque es también poeta -y para amar a Schubert hay que amar la poesía y la belleza inherente a los textos bíblicos y sagrados-, declara: “Estoy eternamente agradecido con el legado que dejó Schubert. Casi es un milagro. Para mí Schubert es el compositor que conmueve más directamente al oyente”. Brendel es además uno de los más grandes analistas de la totalidad de la obra schubertiana.
Y sobre las canciones de Schubert se pronunció así uno de sus más eminentes intérpretes y conocedores, el barítono Dieter Fischer Dieskau (1925-2012): “Están llenas de color y posibilidades; giras en torno a ellas y te aproximas al centro, pero nunca lo alcanzas. Schubert proporciona la perfecta unión de texto y música”.
Perfecta unión en la que el piano transmite lo más esencial de las palabras. Schubert hizo del piano, como Beethoven, Chopin, Schumann, Liszt y Busoni, el confidente más íntimo de Liszt. Fuera de los lieder, están sus inmortales sonatas para piano, sus Impromptus y Momentos Musicales, obras presididas, según Brendel, por el sueño, aquel sueño de amor al que nunca renunció. Aportaciones decisivas a la historia del instrumento, tardaron mucho en ser reconocidas como merecen. Gracias a pianistas como Wilhelm Kempff (1895-1991), Sviatoslav Richter (1915-1997) y Brendel podemos hoy acceder a su muy elevado y tan espiritual carácter.
Único como vienés
Schubert es, con Johann Strauss padre, Arnold Schönberg, Alban Berg y Anton Webern, uno de los pocos grandes compositores que nació realmente en Viena y pasó allí la mayor parte de su vida, pues muy poco viajó; solo por Austria y Hungría. Compositores como Mozart, Haydn, Beethoven, Brahms, Bruckner, Wolf y Mahler le infundieron alientos más que notables a la vida musical de la ciudad, pero no nacieron en ella.
Una panorámica de Viena, con todo el esplendor histórico de la capital imperial.
Podría decirse entonces que, para quienes es tan imprescindible amigo, es el mayor regalo que Viena le ha dado al mundo; el de una ciudad que, aunque no supo valorarlo lo suficiente -lo mismo le sucedió a varios de los músicos enumerados-, ni aun después de muerto, cultivaba durante su vida la música como pan espiritual de cada día, sin establecer barreras infranqueables entre la mejor música popular y la clásica. Y los lieder de Schubert, ya en vida del compositor hasta los tiempos que corren, han ido creciendo cada vez más en popularidad. De por sí él era muy amante de melodías populares y sabía crearlas con felices resultados.
Paz, paz, paz
“Se asombran de la prueba de devoción que doy en el himno a la Virgen, que parece haber producido en todo el mundo una gran impresión. Creo que la razón es que nunca abordo un tema sagrado si no me siento llevado por un impulso de piedad irresistible”.
Este impulso de piedad, en las propias palabras del compositor, fue en él frecuente. En la obra de ningún otro músico romántico, exceptuando a Bruckner y a Liszt, se encuentra tal cantidad de composiciones religiosas: siete Misas, incluyendo la llamada Misa Alemana, cuatro Kyrie, independientemente de las Misas; cinco Salve Regina, dos Stabat Mater, cinco Tantum Ergo, un Magnificat, dos Salmos, la tediosa cantata Lázaro, inconclusa, y otras.
En su primera Misa, en la cual duplica los tenores y sopranos, procedimiento poco usual, Schubert alarga sobremanera en el Agnus Dei el canto de las palabras litúrgicas Dona nobis pacem; el coro fugado repite una y otra vez, casi incesantemente: pacem, pacem, pacem, como también va a suceder en la tercera Misa, esta vez alternando las voces de solistas con las del coro. La búsqueda de una paz interior, profunda y eterna, es constante en la obra del compositor y, como hemos visto, no faltan ocasiones, como ésta, en que su música la alcanza plenamente.
El ‘Dona Nobis Pacem’ de Schubert en su ‘Misa’ número 1.
La quinta Misa, que se inicia con la gran plegaria dramática del Kyrie, otro de los pasajes litúrgicos más queridos por el compositor vienés, es seguida por el cambio jubiloso del Gloria en el que también da una muestra de originalidad; la soprano repite: Grátias ágimus tibi propter magnam glóriam tuam, mientras el coro sigue avanzando con el texto del himno: Domine Deus, Rex Caelestis. La voz femenina insiste en la acción de gracias una y otra vez, aunque el coro vaya delante de ella con el texto, un retardando de muy sentida inspiración.
El ‘Gratias agimus tibi…’ reiterado (minuto 9:20) del Gloria en la ‘Misa’ número 5 de Schubert.
En el Cum Sancto Spíritu el coro se vuelve a prodigar en una fuga que se prolonga vastamente, como si se tratara realmente de una conquista de la eternidad: es como si se cantara eternamente.
En cuanto al Credo, Schubert, que no era ningún teólogo, intuye perfectamente que hay una unidad inseparable entre la encarnación y la crucifixión: Cristo nació para su crucifixión y resurrección, y el coro lo expresa aquí claramente en una fuga; Et incarnátus est…. y Crucifixus etiam pro nobis son pasajes que, en lugar de ser seguidos el uno por el otro, se alternan en varias ocasiones, como si se dijera: Cristo se encarnó para ser crucificado; fue crucificado porque se encarnó, no se sigue adelante con el relato de la crucifixión sin recordar que hubo encarnación.
En la sexta Misa se vuelve a encontrar algo semejante. Y el Donna nobis pacem del Agnus Dei en la quinta, retoma el anhelo de paz y la reafirmación en la esperanza de su realización plena; los solistas claman por esa eternidad en paz y el coro les hace eco subrayando inconteniblemente el fervoroso anhelo y la meta de la cual se tiene una completa certeza: paz, paz, paz.
La visión de paz eterna, sin límites, se explaya esta vez en el Credo de la sexta Misa, la Misa Solemne, la última que escribió Schubert; la frase Et vitam venturi saeculi se reitera en una fuga admirable, quizá la parte más alegre de una Misa que más parece un Réquiem por su atmósfera penitencial y compungida. Y, una vez más, en el Agnus Dei, resuena insaciablemente: Donna nobis pacem casi que en todas las formas posibles de la dinámica musical; tanto el coro como los solistas alternan en sus intervenciones en pianissimo y fortissimo. El tema musical inicial se va enriqueciendo cada vez más con nuevos motivos y la participación de los metales y los timbales resulta grandiosa.
El ‘Agnus Dei’ en la Misa 6 de Schubert (minuto 39:06).
Ha causado siempre curiosidad y ha dado lugar a muchas especulaciones el hecho de que, en sus Misas, Schubert elimina en el Credo la creencia en la Iglesia: Et unam sanctam, catholicam et apostólicam Ecclesiam. Asimismo, en dos de las Misas suprime la frase final del mismo Credo: Et expecto resurrectionem mortuorum. Posiblemente influenciado por su amigo, el poeta suicida Johann Mayrhofer; por poetas librepensadores como Goethe y Schiller, de los que era devoto; y, en general, por la atmósfera de liberalismo escéptico que lo rodeaba y empezaba a imponerse en su época, el compositor vacilaba y dudaba por momentos.
Tampoco es de descartar, a juzgar por confidencias hechas a su hermano Fernando, que hubiera sufrido maltratos por parte de los clérigos de su parroquia de infancia y de su escuela, que despertaron en él cierto resentimiento hacia las autoridades eclesiásticas.
Pero, para el creyente schubertiano, para quien lo verdaderamente importante son el dolor de la cruz, su aceptación y la exultación de la fe presentes en las Misas y obras religiosas del compositor, éste fue, a todas luces, eso precisamente: un hombre de fe. Y la fe, como lo proclamaba San Pablo y lo retomaba Kierkegaard, no está exenta de temor y temblor, a veces en la forma de la debilidad de la duda.
PUBLICADO ANTES EN «RELIGIÓN EN LIBERTAD»
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