En 2019 se cumplieron quinientos años de la muerte de Leonardo da Vinci (1452-1519) y Elisabeth Lev escribió un artículo en Catholic Herald reivindicando la faceta religiosa de aquel gran sabio a quien hoy se pretende encajar en los moldes ideológicos al uso.
Lev es una historiadora del arte que mantuvo hace años un célebre debate con su colega Sara Magister sobre quién es San Mateo en el cuadro de Caravaggio La vocación de San Mateo, que se conserva en la iglesia de San Luis de los Franceses en Roma.
Magister defiende la tesis (que analiza con detalle en su libro Caravaggio. Il vero Matteo) de que San Mateo es el joven que cuenta las monedas. Lev sostiene que es el anciano que señala con el dedo. (Pincha aquí para leer las argumentaciones respectivas.)
Al aproximarse ahora, en su artículo en el Catholic Herald, a la figura de Leonardo, Lev hace especial hincapié en la significación de la pintura religiosa en el conjunto de su vida y obra:
El catolicismo fue el auténtico «Código Da Vinci»
A poco más de 500 años de su muerte en Amboise (Francia). Según la leyenda, Leonardo expiró a la edad de 67 años en los brazos del rey francés Francisco I. Siguieron unos siglos de relativa oscuridad, pero la era moderna redescubrió el genio de Leonardo y lo catapultó a una nueva gloria.
Seguramente, Leonardo se sorprendería por el retrato que se hace de él hoy en día. Ensalzado como científico, ateo, activista de los derechos de los gays e incluso como profeta verde, raramente es recordado como pintor, y se olvida totalmente su faceta como hombre que produjo algunas de las obras de arte religioso más importantes de todos los tiempos. Su brillante pincelada, cortejada por Papas, reyes y órdenes religiosas por su extraordinaria percepción de lo sagrado, ha quedado reducida por los críticos modernos a una pincelada opaca para, así, ensalzar lo profano.
Autorretrato atribuido a Leonardo, en la Galeria degli Uffizi de Florencia.
Leonardo, sin embargo, se presta a esta percepción. Nacido como hijo ilegítimo de Piero da Vinci en 1452, creció en el ambiente familiar pero nunca fue legitimado y cargó con este (suave) estigma toda su vida. Demostró una temprana aversión al habitual cursus honorum de los pintores: del aprendizaje a la ayudantía hasta llegar a tener su propio taller. Pasó unos cuantos años en el famoso estudio de Verrocchio, y tuvo su primer encargo privado varios años más tarde.
La desconfianza de Leonardo hacia el negocio del arte, compartida por Miguel Ángel, le llevó a buscar cortes poderosas, en las que se le garantizara el trabajo y también tiempo para sus intereses. En 1482, entró en la corte de los duques Sforza de Milán. En su carta de presentación, con la que buscaba trabajo, primero se promocionaba como ingeniero militar y mencionaba, de pasada, su faceta como artista.
Algunas páginas el Códice Leicester de Leonardo.
En los veinte años que pasó en Milán, Leonardo tuvo tiempo para empezar a recopilar sus famosos cuadernos de notas, llenos de bocetos, pensamientos y observaciones, así como innumerables dibujos anatómicos, botánicos y mecánicos. Estos cuadernos de notas, amorosamente conservados por sus compañeros artistas, luego atesorados por reyes, están ahora glorificados por la era de la tecnología: Bill Gates compró el Códice Leicester en 1994. Los amigos artistas de Leonardo atesoraron sus pensamientos sobre la pintura; hoy se destaca su mente científica.
Su amor por el empirismo se manifiesta en sus escritos, y esto permite el relato según el cual la única verdad que él reconocía era la ciencia. Tanto el libro de 624 páginas de Walter Isaacson, como la absurda novela El Código Da Vinci, retratan a un Leonardo ateo, afirmando que su inspiración estaba basada en lo material y no era un reflejo de la imaginación católica de su época.
Giorgio Vasari (1511-1574) fue uno de los primeros biógrafos de Leonardo y de otros genios de la pintura de su época: Juan Cimabue, Angel Giotto, Donatello, Fray Juan de Fiesole, Rafael de Urbino, Julio Romano, Miguel Ángel Buonarrotti.
Sus contemporáneos hablan de la belleza física de Leonardo y su talento musical, de su amor por los animales y su maestría con los caballos. El biógrafo Giorgio Vasari narra que compraba pájaros enjaulados sólo para dejarlos libres. A los 24 años fue llevado ante los jueces florentinos acusado de delitos sexuales con un grupo de artistas varones locales, y en Milán contrató como criado a un joven, Giacomo Salai, cuyos «cabellos rubios eran abundantes y rizados, para delicia de Leonardo», lo que le ha venido de perlas a la imagen del «Leonardo gay«.
Las mayores obras maestras de Leonardo están celosamente conservadas en museos, para evitar cualquier indicio de su origen religioso. Sus retablos se alternan con escenas mitológicas; sus obras devocionales son utilizadas sólo para que los visitantes se hagan selfies. Es difícil reconocer el convento donde pintó el gran mural de La Última Cena como la laboriosa colmena donde los dominicos rezaban, estudiaban y comían ante ese magnífico telón de fondo.
Es abrumador para los católicos aceptar a este hombre que nuestra era, artísticamente estéril, ensalza como un icono de la belleza sin Dios. Sin embargo, este icono bidimensional da poco crédito al artista conocido hoy en día sobre todo por su retrato, lleno de matices, de la Mona Lisa. Las mayores obras de Leonardo, encargadas por algunos de los más exigentes mecenas del arte sacro del Renacimiento, fueron el fruto de su compromiso con los temas religiosos.
Su primer encargo milanés fue La Virgen de las Rocas, obra pintada en 1483 para la Confraternidad de la Inmaculada Concepción. Inicialmente concebido como un retablo dedicado a la misma festividad, la obra celebraba el Oficio de la Inmaculada Concepción, compuesto por uno de los miembros de la Confraternidad, fray Bernardino de’Busti, y aprobado no mucho antes por el papa Sixto IV. El encargo fue complicado porque no había un dogma formal de la Inmaculada Concepción y por la condición de que fray Bernardino inspeccionaría personalmente la obra acabada.
Los intentos iconográficos anteriores habían querido ilustrar la doctrina pintando la coronación de la Virgen, o las historias de los santos Ana y Joaquín. Leonardo abordó el tema yendo a su raíz franciscana: la noción del plan de salvación de Dios existía antes del tiempo.
Al pintar el primero de los que se convertirían en misteriosos paisajes, Leonardo enmarcó la escena con una caverna enigmática, casi platónica. Luego situó una composición triangular y ordenada en el primer plano, que culminaba con la sobresaliente figura de la Virgen.
Una banda de seda dorada alrededor de su cintura hace alusión al regazo inmaculado que tuvo a Cristo. Jesús, sentado a los pies, rompe la línea regular del triángulo al indicar el espacio del altar.
El observador católico puede ver en esta obra que el misterio estimulaba la creatividad de Leonardo.
Después de los franciscanos, fueron los dominicos los que contrataron al artista en 1495 para que realizara La Última Cena en su refectorio de Santa María de las Gracias. De nuevo, evitando las interpretaciones anteriores de este tema con sus retratos rígidos de apóstoles serios, Leonardo añadió drama humano a la trascendental escena. Captados un instante después de que Jesús anunciara «Uno de vosotros me traicionará», los discípulos están agrupados de un modo que evoca las ondas de choque después de su declaración explosiva. Cristo aparece aislado en el centro de la composición, resaltando la soledad de su inminente Pasión y, si bien los apóstoles reaccionan en una miríada de formas, el ojo recorre los hombres que protestan para volver, siempre, a Jesús. El orden espacial contrasta con la espontaneidad de los hombres, la mejor plasmación en el arte de la cena más significativa de la historia.
Ávido lector, Leonardo poseía, en su colección de 150 libros, varias Biblias en italiano, además de escritos de San Agustín, San Alberto Magno y un volumen de Salmos. Curiosamente, aunque se habla mucho de sus obras sobre ingeniería y mitología, la literatura religiosa que poblaba sus estanterías raramente es mencionada.
La conquista francesa de Milán hizo que Leonardo se trasladara a Roma, donde pintó la última tabla suya que se ha conservado de San Juan Bautista, desafiando nuevamente a la iconografía habitual. En lugar del adusto zelota, Leonardo pintó un Juan joven, dulce, casi sensual, envuelto en oscuridad mientras sonríe y señala hacia arriba. Los artistas del Renacimiento exploraron la imagen de Juan como un joven delicado que se aventuró unos años en el desierto. Pero Leonardo enfatiza con audacia la carne vulnerable y la vibrante juventud de este hijo privilegiado de una casta sacerdotal, que renuncia con alegría a los placeres mundanos para preparar el camino al Salvador. La oscuridad le envuelve, recordando sus palabras: «Él tiene que crecer, y yo tengo que menguar» (Juan 3, 30). El último profeta, que había conocido a Cristo cuando aún estaba en el vientre de su madre, sonríe con la sabiduría de la persona que conoce la Verdad. El Juan de Leonardo influirá a generaciones de artistas, desde Rafael a Caravaggio.
El arte de Leonardo nos habla de un hombre comprometido con las cuestiones de la fe, aunque luchando por comprender. Si bien su San Juan ha sido presentado como prueba de su homosexualidad, las personas en el Renacimiento no eran definidas por su identidad sexual, tal como sucede a menudo hoy día. Leonardo luchó contra el pecado y la tentación como todo el mundo, pero utilizó su arte para glorificar la creación en lo más alto, no en lo más bajo.
Invitado por el rey Francisco I, Leonardo se trasladó a Francia en 1516, donde residió los tres últimos años de su vida, según Vasari «firmemente resuelto a aprender la doctrina de la fe católica». La biografía de 1804 de Carlo Amoretti, la primera que investigó los archivos, describe a un Leonardo anciano que ha «abdicado de las cosas del mundo con gran determinación para centrarse solamente en los grandes temas de la muerte y la vida después de la muerte«. Murió una muerte cristiana el 2 de mayo de 1519, después de haberse confesado y haber comulgado, dejando un legado para misas de réquiem.
El nombre Leonardo da Vinci implica tanto poder que el Salvator Mundi, del que simplemente se afirma que es suyo, se vendió por 450 millones de dólares en 2017. Gracias a Leonardo, la imagen con el valor económico más alto de este mundo secularizado es el rostro de Cristo Salvador.
Los católicos no tienen que ser tímidos y deben reclamar a su genial hermano y celebrar el 2019 como el año de un hombre que estudió de manera incansable la creación hasta que encontró al Creador.
Artículo de hemeroteca, publicado el 20 de mayo de 2019 y traducido por Elena Faccia Serrano.
PUBLICADO ANTES EN «RELIGIÓN EN LIBERTAD»
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