01/07/2024

XIII DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO (ciclo B)

«Por envidia del diablo entró la muerte en el mundo». Así de contundente se manifiesta el libro de la sabiduría respecto del origen de nuestro peor enemigo. Pero, atención: aunque se refiere directamente a la muerte biológica, es decir, a la separación del alma y cuerpo, no podemos quedarnos sólo en ese aspecto interno. Unido a los dos milagros que hace Cristo en el evangelio, vamos a meditar sobre ello.

La pregunta sobre la muerte no deja indiferente a nadie. Vivimos con la evidencia de que voy a morir. Y eso hace surgir en mi cientos de preguntas, miedos, inseguridades. De cara a esta vida, no son pocos los sinsabores que encontramos con la muerte prematura de niños y jóvenes, enfermedades repentinas, desastres naturales. Hay quien no quiere ni pensar en el asunto porque tiene traumas, pero es la táctica del avestruz. Miedo e inseguridad entran cuando firmas la hipoteca a 50 años. Vivir es convivir con su reverso, la muerte. Eso no es una mala noticia, siempre y cuando aprendamos las grandes lecciones que podemos aprender. ¡Siempre las hay!: la muerte nos hace madurar en las cosas importantes y eternas de la vida. Y no afrontarlo puede hacernos muy superficiales.

Peor que la muerte del cuerpo es la muerte del alma. Morir es preguntarse por lo que hay más allá, por el juicio del bien y del mal, por la victoria de la luz frente a las tinieblas. «Dios hizo al hombre incorruptible», es decir, que la corrupción de este mundo no acaba con su existencia. Nos preguntamos sobre lo que hay más allá de la muerte porque somos seres espirituales, que vamos mucho más allá de la caducidad de este mundo. Y esto es porque Dios nos hizo «a imagen de su propio ser», que es inmortal.

Esa llamada a la eternidad no se borra con el pecado. Y, precisamente, esa es la razón por la que Dios no puede ser nunca el causante de la muerte. Si Él nos da la muerte, sería reconocer que es también el origen del mal. Y, por lo tanto, no sería capaz de crear vida. O es vida o es muerte, pero no puede ser las dos a la vez, en el caso de Dios. La revelación del libro de la Sabiduría nos da la clave: la muerte es fruto de la envidia del diablo. Persigue llenar de oscuridad lo que el Señor ha creado para ser luz.

Dolor, pecado y muerte son los tres enemigos declarados de la vida. Cristo es la respuesta de Dios Padre a la humanidad para sanar esas heridas tan profundas. Pero no ha querido que la redención sea al estilo de la magia de Harry Potter. Dios nos salva no a pesar de los males, sino a través de ellos. Por esa razón se encarnó y entregó su vida a la muerte. Y, del mismo modo que en Cristo, podemos recibir la redención a través de nuestra participación en su obra redentora.

En el evangelio de hoy, Cristo salva de dos de esos elementos: resucita a una niña y cura a una enferma, es decir, salva del dolor y la muerte. En otros muchos lugares del evangelio, Cristo perdona los pecados.

Esto no es fácil: vamos a recorrer siempre nuestra vida con esos tres elementos presentes (dolor, pecado y muerte). Y el Señor nos redimirá a través de ellos (no «a pesar» de ellos), purificando nuestras vidas, enrreciándolas, iluminándolas, haciéndonos más maduros en las cosas del Espíritu. Los tres pueden ser medios de santificación si lo unimos a la pasión y gloria del Señor.