El proyecto de ley sobre el «final de la vida» que se estaba debatiendo en la Asamblea Nacional francesa fue aplazado por su disolución y posteriores elecciones.
El lobby pro-eutanasia procurará que forme parte de los objetivos de la muy inestable nueva mayoría.
Con ese motivo, François-Xavier Putallaz, filósofo y profesor de la Facultad de Teología de la Universidad de Friburgo (Suiza), analiza lo que implican la eutanasia y el suicidio asistido, una reflexión tan necesaria allí donde aún no han sido legalizados como allá donde sí lo han sido, porque es una batalla demasiado importante como para darla por perdida.
Putallaz acaba de publicar un notable ensayo al respecto, La derrota de la razón. Los desafíos del suicidio asistido (Cerf), y un esclarecedor artículo en el número 371 (julio-agosto 2024) de La Nef.
Cuando el final de la vida se tambalea
El enfoque francés del final de la vida se basa en tres principios humanistas: en primer lugar, la necesidad de aliviar el sufrimiento y proporcionar un apoyo competente a los pacientes (cuidados paliativos); en segundo lugar, la libertad de rechazar un tratamiento y abandonarlo si es ineficaz o ya no tiene sentido (rechazo de la obstinación irracional); en tercer lugar, la prohibición del homicidio (eutanasia y suicidio asistido).
François-Xavier Putallaz es doctor en Filosofía y ha sido profesor en las universidades de Friburgo y de París. En Suiza ha seguido de forma directa la evolución del suicidio asistido a lo largo de treinta años, en cuanto miembro de diversos comités éticos.
En la actualidad, estos puntos de referencia se tambalean por curiosas razones.
1. Un vocabulario malsano
El término «ayudar a morir» se ha utilizado como palanca para este cambio, creando una confusión malsana. Abarca dos significados irreconciliables. Por un lado, significa «acompañar la vida» al final de la misma: los actos médicos y humanos están al servicio de los vivos, aliviando su dolor, aliviando su sufrimiento, acompañando a los enfermos y cuidando de todos. En cambio, «ayudar a morir» significa lo contrario: colaborar en un acto cuyo objetivo es provocar la muerte, ya sea por mano propia en el suicidio asistido, o a través de un tercero en la eutanasia. El objetivo ya no es «ayudar al final de la vida», sino «prestar un servicio para provocar la muerte».
El término «ayudar a morir» engloba estos dos significados opuestos: la primera actitud forma parte de los cuidados, la segunda es contraria a los objetivos de la medicina. Es sorprendente que Francia, país de ideas claras y distintas, mantenga tal confusión: nos apoyamos en la auténtica compasión debida a las personas al final de su vida para erradicar el sufrimiento eliminando al paciente.
Hasta ahora, nuestra humanidad común no se ha aventurado a confundir dos actitudes tan incompatibles: en la abstinencia terapéutica, es la enfermedad la que se lleva al paciente. En la eutanasia y el suicidio asistido, es la persona la que mata, con el objetivo de causar la muerte.
Esta distinción crucial obedece a tres razones.
En primer lugar, nunca se ha errado desde el Juramento Hipocrático; lejos de querer ser retrógrado, dicho recordatorio subraya el hecho de que en este ámbito es poco probable que todo el mundo se haya equivocado siempre.
En segundo lugar, la fe cristiana (y otras religiones) arroja luz sobre la ineludible exigencia de «No matarás», incluido uno mismo.
En tercer lugar, cualquier persona inteligente puede distinguir racionalmente entre negarse a hacer grandes esfuerzos para mantener a alguien con vida y el acto de darse (a uno mismo) la muerte: la medicina paliativa apoya a las personas, mientras que el suicidio asistido las abandona.
La expresión «ayudar a morir» es, por consiguiente, un cajón de sastre que desnaturaliza la inteligencia: en lugar de dejarse guiar por la experiencia y la verdad del ser humano, la inteligencia es conducida por un camino que nunca habría tomado si las palabras no la hubieran obligado a ello. Un vocabulario malsano envenena el debate, atrapándolo en un callejón sin salida.
2. Una «libertad» en conflicto con la medicina
El vocabulario no lo es todo. El proyecto de ley francés sobre la eutanasia parte de la falsísima hipótesis de que para contener el fenómeno basta con establecer un marco jurídico. El ejemplo suizo del suicidio asistido es sorprendente: en veinte años, ha caído una barrera tras otra.
2004: el suicidio asistido se reservó a los pacientes al final de su vida.
2007: se amplían los criterios a los pacientes que sufren «una enfermedad grave e incurable o las secuelas de un accidente».
2014: se acepta el suicidio para pacientes que sufren «polipatologías incapacitantes debidas a la edad«.
2018: las autoridades médicas lo aprueban para «limitaciones funcionales» que causen a los pacientes «sufrimientos que consideren insoportables«.
2024: absuelven a un médico acusado de ayudar al suicidio de una persona sana que no soportaba la viudez.
En 2017, el médico suizo Pierre Beck (en la foto), vicepresidente de una asociación de defensa del suicidio asistido, fue condenado por suministrar pentobarbital a una mujer octogenaria en perfecto estado de salud que no quería sobrevivir a su marido, gravemente enfermo. Tras ser revocada la sentencia y luego reconfirmada en distintas instancias de apelación, finalmente fue absuelto definitivamente en febrero de este año por el tribunal federal. En todo momento, el proceso se ciñó al uso del medicamento en una persona sana (contrario a la ley), no al hecho en sí de dar muerte a alguien por motivos «no egoístas», lo que la ley suiza, según la propia sentencia, permite con amplitud.
Este proceso de ampliación no es casual. Es ineludible por la siguiente razón: si se considera que cada cual es libre de elegir su propia muerte, ninguna indicación médica podrá limitar esta «libertad». ¿Por qué habría que estar enfermo para ser libre? Es absurdo.
Por eso no es de extrañar que el número de suicidios asistidos en Suiza se haya disparado un 750% en ese periodo. Hasta el punto de que se ha decidido que hay «suicidios reales» y «suicidios falsos»: en una residencia de ancianos, si un residente planea arrojarse desde el tercer piso, todo el mundo se reúne para impedirlo. Si lo hace de forma higienizada en su habitación, la institución está condenada a aceptarlo.
La racionalidad más elemental se desbarata: poderosos movimientos (relativismo, nominalismo y utilitarismo) se han unido para impedir que la inteligencia y la compasión encuentren soluciones reales.
3. El suicidio asistido es una injusticia
Si el suicidio asistido y la eutanasia provocan abusos, es porque son abusos en sí mismos. Esta observación sería inaudible si olvidáramos que estos actos, contrarios a la medicina, provocan graves injusticias.
En primer lugar, es injusto para las personas cercanas al paciente, a menudo mal informadas sobre el hecho de que el suicidio no deja de ser una forma de violencia, aunque esté autorizado. Los primeros estudios muestran que el 20% de los familiares sufren estrés postraumático debido al suicidio asistido.
Además, se ha documentado el «efecto dominó«: en una residencia de ancianos, al día siguiente de un suicidio asistido, dos residentes exigieron inmediatamente: «A mí también me gustaría irme así».
En segundo lugar, es injusto para los cuidadores. Si se introduce por ley la muerte programada, se impone una obligación al médico. El mero hecho de que se prevea una cláusula de conciencia demuestra que se ha impuesto una nueva obligación. Aunque los cuidadores no hayan pedido nada, se les carga con una responsabilidad indebida, como si no estuvieran ya suficientemente presionados.
Por último, es injusto para los pacientes. Cualquiera que haya acompañado a un ser querido hasta el final de su vida sabe lo propensos que son a sentirse como una carga: se reprochan ser caros y, sobre todo, causar preocupación a las personas que les quieren. Si nos ocupamos de ellos, es por amor, solidaridad fraternal y justicia.
Pero cuando una ley legaliza el suicidio asistido, el paciente tiene ahora la opción de quedarse o irse. Y si sigue aquí, es porque ha decidido quedarse. Han elegido deliberadamente convertirse en una carga económica y emocional para sus seres queridos.
¡Ahora es culpable de estar enfermo!
Además del dolor de la enfermedad y la angustia de morir, también se le hace sentir culpable. Es injusto.
4. Una respuesta verdadera y valiente
A pesar de todos los vaivenes de la razón ética, la cuestión central se mantiene firme contra viento y marea. El suicidio asistido y la eutanasia contradicen los cuidados: «La eutanasia no completa los cuidados paliativos, los interrumpe; no corona el acompañamiento, lo detiene; no alivia al paciente, lo elimina» (Jacques Ricot).
La respuesta está en el desarrollo de los cuidados paliativos, más caros pero más humanos: el amor y los cuidados nunca abandonan al enfermo, sino que lo alivian y acompañan hasta el final. Los cuidados paliativos se dirigen a la persona en su totalidad, en relación con sus seres queridos.
Para quienes temen una agonía insoportable, las unidades de cuidados profesionales pueden ofrecer sedación. Además de los analgésicos, es posible inducir una reducción de la consciencia, ya sea temporal (en caso de crisis), discontinua (durante la noche) o continua (hasta la muerte natural). Es un derecho a dormir, sin sufrimiento, hasta que se produzca la muerte.
Francia dispone actualmente de un marco adecuado que humaniza el final de la vida. Esperamos que el respiro legislativo que supone la remodelación de la Asamblea Nacional sea la ocasión de recoger los frutos de la ley actual y de iluminar las conciencias: se necesitan recetas sabias para el futuro de nuestra civilización, para el significado humano de la medicina y, sobre todo, para la solidaridad con los más débiles. Que bien podría ser cualquiera de nosotros.
Traducción de Verbum Caro.
PUBLICADO ANTES EN «RELIGIÓN EN LIBERTAD»
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