“Aquel mismo día, dos de ellos iban a una aldea llamada Emaús”. Estos dos discípulos se van de Jerusalén “el mismo día”. No se quedan, como el resto, junto a los Apóstoles, y nuestra Madre, que estaría ya ejerciendo su maternidad, muy pendiente de los discípulos de su Hijo.
Ellos creen en un Jesús a su medida, como les pasa a tantos. “Fue un profeta poderoso”. “Esperábamos que él fuera el futuro liberador de Israel”. Como para tantos contemporáneos de Jesús y nuestros, Jesucristo es un “liberador de los romanos”, una salvación intramundana.
Si Jesús es un hombre muy especial con un mensaje ético altísimo, pero nada más. Si no es el Hijo Unigénito de Dios, muerto por nuestros pecados, resucitado para nuestra salvación. Si Jesucristo es sólo un gran sabio y el cristianismo una filosofía ¿Qué sucede? Como a estos discípulos la desilusión es la consecuencia normal; porque los males más radicales que padecemos los hombres siguen sin resolverse: la muerte, el pecado (odios, divisiones, avaricias…). Si me diagnostican un cáncer incurable ¿Qué adelanto con saber la causa de mi muerte? ¿Me quita esto mi temor y mi angustia? Sólo si Alguien que haya acreditado su poder sobre la muerte me anuncia: ¡No temas! Porque Yo he vencido a la muerte. Yo “he roto sus ataduras”. Habrás de padecer la enfermedad y la muerte, pero ¡No temas! Yo, que he vencido a la muerte, te acompaño, te espero, vengo a buscarte “para llevarte conmigo”, “para que donde yo estoy, estés también tú” ¡No temas! Yo te he rescatado de las tinieblas del pecado y de la muerte “no con bienes efímeros, sino a precio de mi sangre”. Sólo entonces, recuperaré la paz, la esperanza. Sólo entonces el deseo profundo de felicidad y de vida para siempre adquieren posibilidad, la certeza de la fe de que se realizará.
El Señor nos escucha, como a estos hombres, para que le manifestemos nuestros temores y dificultades. No necesita que se lo digamos para conocerlo. Nos pregunta “de qué vais hablando entre vosotros por el camino” porque quiere que le abramos el corazón. Hemos de dejarnos preguntar por el Señor, darle el derecho a que nos hable y nos ayudará a sacar toda la decepción y la tristeza para cambiarla después por alegría, por certeza y esperanza, sin temores ¡Pero antes hay que “sacar fuera” lo que nos entristece y apena! Los discípulos de Emaús miraban al pasado con nostalgia. «Nosotros esperábamos», no sabían que Jesús caminaba con ellos, que les abría un futuro apasionante, a prueba de cualquier otro desengaño.
Para devolverles la alegría Cristo les explica cómo todo estaba anunciado por los profetas, Dios en su Providencia no le “sorprende” nada de cuanto nos suceda. Hemos de volver nuestra mirada a Cristo y dejar que Él nos ayude a “entender todo lo que en la Escritura habla de Él, cómo había de padecer para entrar en su gloria”. Rezar, meditar su Palabra con Él, dejarnos enseñar por el Espíritu Santo. Entonces “arderá nuestro corazón” y podremos “reconocerle al partir el pan”, en la Eucaristía, por la que va transformándonos y asociándonos a Él. Y nuestro temor se cambiará en alegría. Y la alegría de la resurrección les llena de fortaleza y valor: “Y al instante se levantaron y regresaron a Jerusalén ¡Ya no importa que sea de noche, ya no importa la “oscuridad”! Y como los de Emaús “volveremos” a Jerusalén a comunicar a los discípulos ¡que hemos visto al Señor!
Que nuestra Madre nos contagie esa confianza en su Hijo resucitado y que “arda nuestro corazón” de alegría.
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