Hoy hacemos la memoria de la Presentación de la Bienaventurada Virgen María. Es como un anticipo de la presentación de Aquel que nos trae la paz. Desde ahora le pedimos que Nuestra Madre nos permita reconocer la llegada de su Hijo.
Jesús entra en Jerusalén acompañado de sus discípulos sobre un borrico y cuando se acercó, al ver la ciudad, lloró sobre ella, mientras decía: “Si conocieras también tú en este día lo que te lleva a la paz”. El Señor llora ante su ciudad santa, no por lo que sabe le va a suceder a él, sino porque está oculto a los ojos de Jerusalén lo que le trae la paz, porque sus enemigos la rodearán y destruirán. Lo que nos lleva a la paz es él. Tú, Señor, eres el Príncipe de la Paz. Y lo que nos aparta de ti son los pecados no reconocidos, esos son los enemigos que nos rodearán. Por esto es decisivo reconocerlos, presentarlos a la misericordia de Dios y luchar para no caer. No luchar contra el pecado nos conduce a la tibieza. Nos cierra a la verdad sobre lo que nos trae la paz y nos hace felices de verdad. Debemos vigilar. Cuando se enfría el amor, cuando el corazón se entibia ¡se nos hace de noche! Es una actitud de dirigirnos hacia Dios con mediocridad y conformándonos con ir pasando, haciendo las cosas a medias. Se manifiesta: en desilusión, trabajar con mentalidad de funcionario, todo se toma a broma, se habla ociosamente, buscar la santidad con trampas. Es decir, buscar a Dios sin luchar.
La tibieza es decepción del amor, un escepticismo, un fracaso del amor. Dice el Espíritu Santo a la Iglesia de Éfeso: “Conozco tu conducta: tus fatigas y paciencia; y que no puedes soportar a los malvados y que pusiste a prueba a los que se llaman apóstoles sin serlo y descubriste su engaño. Tienes paciencia: y has sufrido por mi nombre sin desfallecer. Pero tengo contra ti que has perdido tu amor de antes” (Ap 2,2-4). Para superarla hay que volver a empezar. Aprender de nuevo: a rezar, a confesarse, a perdonar, a servir. Como exhortaba San Pablo a Timoteo hemos de avivar la gracia recibida de Cristo: “Aviva el carisma recibido por la imposición de mis manos” (2 Tim 1,6). Señor, que no me acostumbre.
Es preciso luchar todos los días por dejar que el Espíritu Santo ilumine nuestra conciencia y nos muestre la verdad de lo que somos, de nuestra vida. Nuestro corazón se puede embotar y oscurecer la conciencia: “Porque se ha embotado el corazón de este pueblo, han hecho duros sus oídos, y han cerrado sus ojos; no sea que vean con los ojos, y oigan con los oídos, y entiendan con el corazón y se conviertan, y yo los sane” (Mt 13, 15). El amor a la verdad nos llevará a ser sinceros en primer lugar con nosotros mismos, a mantener una conciencia clara, sin engaños, a no permitir que se empañe con errores admitidos, con ignorancias culpables, con miedos a profundizar en las exigencias personales que la verdad lleva consigo. Si, con la ayuda de la gracia, somos sinceros con nosotros mismos, lo seremos con Dios, y nuestra vida se llena de claridad, de paz y de fortaleza. Para ello hemos de hacer examen de la propia vida es necesario ponerse frente a las propias acciones con valentía y sinceridad, sin intentar falsas justificaciones: aprended a llamar blanco a lo blanco y negro a lo negro; mal al mal, y bien al bien. Aprended a llamar pecado al pecado.
Madre mía ¡que sepamos ponernos al descubierto, que nos dejemos conocer, porque queremos conocer lo que me lleva a la paz.
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