27/04/2024

SANTA CATALINA DE SIENA

Hemeroteca Laus DEo30/04/2022 @ 02:51

 

                “Cuando un alma se eleva a Dios con ansias de ardentísimo deseo de honor a Él y de la salvación de las almas, se ejercita por algún tiempo en la virtud, se aposenta en la celda del conocimiento de sí misma y se habitúa a ella para mejor entender la Bondad de Dios; porque al conocimiento sigue el amor, y, amando, procura ir en pos de la verdad y revestirse de ella”



               Nacida en 1347, Catalina (nombre que significa «Pura»), era la menor del prolífico hogar de Diego Benincasa. Allí crecía en entendimiento, virtud y santidad. A la edad de cinco o seis años tuvo la primera visión, que la inclinó definitivamente a la vida virtuosa. Cruzaba una calle con su hermano Esteban, cuando vio al Señor rodeado de Ángeles, que le sonreía, impartiéndole la bendición.

               Desde niña, empezó a orar a la Reina de Siena, y a menudo se le oía rezar el Avemaría bajando las escaleras de su casa. Un día cuando tenía 6 años de edad y mientras caminaba por las calles de Siena con su hermano, elevó su mirada y de repente vio sobre el techo de la Iglesia de Santo Domingo, al Rey de Reyes sobre un espléndido trono, vestido como el Papa con su corona Papal; y con Él estaban San Pedro, San Pablo y San Juan. Jesús mirando con ternura a Catalina, despacio y solemnemente la bendijo, haciendo tres veces la señal de la Cruz sobre ella con su mano derecha, como lo hace un obispo. Desde ese momento Catalina dejó de ser una niña, se enamoró profundamente de su amado Salvador.

               Al año siguiente, ante un cuadro de Nuestra Señora, se ofreció al Señor que la había  bendecido. En este momento tan crucial oró a la Virgen:

                    «¡Santísima Virgen, no mires mi debilidad, sino dame la gracia de tener como esposo a Aquel  a quien yo amo con toda mi alma, tu Santísimo Hijo, Nuestro Único Señor, Jesucristo! Le prometo a Él y a Ti, que nunca tendré otro esposo»

               Su padre, tintorero de pieles, pensó casarla con un hombre rico. La joven manifestó que se había prometido a Dios. Entonces, para hacerla desistir de su propósito, se la sometió a los servicios más humildes de la casa. Pero ella caía frecuentemente en éxtasis y todo le era fácil de sobrellevar.

               Con su ejemplo de humildad, obediencia y caridad ante su familia, los conquistó y entonces le permitieron ser miembro de la Tercera Orden de Santo Domingo y tener un cuarto privado. Allí comenzó a hacer actos de mortificación heroicos. Se alimentaba principalmente de hierbas y vestía con telas muy crudas. Asistía con gran generosidad a los pobres, a los enfermos, consolaba a los presos. Su sometimiento de la propia voluntad al Señor, aún en sus penitencias, daba verdadero valor a lo que hacía. Pero sus experiencias místicas no le quitaban las pruebas. Sufría por su temperamento al que dominaba con gran paciencia y por los baños calientes que le ordenaron los médicos. En medio de sus dolencias oraba sin cesar para expiar sus ofensas y purificar su corazón.

               Finalmente, derrotados por su paciencia, cedieron sus padres y se la admitió en la Tercera Orden de Santo Domingo. Tenía 16 años. Sabía ayudar, curar, dar su tiempo y su bondad a los huérfanos, a los menesterosos y a los enfermos, a quienes cuidó en las epidemias de la peste. En la terrible Peste Negra, conocida en la historia con el nombre de «la gran mortandad», pereció más de la tercera parte de la población de Siena.

               En la noche anterior a su profesión en la Orden, después de pasar por una severa prueba en la cual el demonio se le apareció como un caballero muy guapo y elegante, y le ofreció un traje de seda con joyas brillantes, Catalina se tiró sobre el crucifijo y gritó:

                    «¡Mi único, mi amado esposo. Tú sabes que jamás he deseado a nadie más que a Ti. Ven en mi ayuda, mi amado Salvador!»

               De pronto, frente a Catalina estaba la Madre de Dios, teniendo en sus manos un traje de oro, y con su voz suave y tierna, la Virgen le dijo:

                    «Este vestido, hija mía, lo he traído del Corazón de mi Hijo. Estaba escondido en la Herida de su costado como en una canasta de oro, y te lo hice con mis propias manos»

               Entonces con ferviente amor y humildad, Catalina inclinó la cabeza, mientras la Virgen le imponía este vestido celestial.

               Por fin, en 1635, a los 18 años (según algunos escritores a los 20 años), recibió el hábito de la Tercera Orden Dominica. Durante tres años después de recibir el hábito, Catalina vivió, en la santa soledad de su pequeño cuarto y en su capilla favorita. Allí pasó un entrenamiento estricto basado en la auto-negación y desarrollo espiritual bajo la dirección personal de Cristo y de su Madre. No hablaba sino con Dios, la Virgen y su confesor.


               Catalina tenía gran devoción al Niño Jesús. Una noche de Navidad, mientras oraba con sus hermanas de la Tercera Orden en la Iglesia de Santo Domingo, se le concedió una visión muy impresionante. La Virgen María de rodillas adorando en oración ferviente al recién nacido, el Divino Niño. Catalina estaba tan sobrecogida que suplicó humildemente a la Virgen que le permitiera cargar al Niño por un momento. Con una sonrisa afectuosa, la Virgen tomó el Niño y se lo entregó a Catalina, quien teniéndolo en sus brazos, lo besó y le susurró en el oído los nombres de todos sus seres queridos.

               La serpiente, viendo su vida angelical, la asaltaba buscando destruir su virtud. Llenaba su imaginación con las más sucias representaciones y asaltaba su corazón con las más bajas y humillantes tentaciones. Después su alma quedaba en una nube de oscuridad, la más severa prueba imaginable. Se veía a sí misma cientos de veces al borde del precipicio, pero siempre sostenida por una mano invisible.

               Sus armas eran: la oración ferviente, la humildad, resignación y confianza en Dios.

               Así venció las pruebas que sirvieron mucho para purificar su corazón. Nuestro Señor la visitó después y ella le dijo:

                   «¿Dónde estabas, mi divino Esposo, mientras yo yacía en tan temible condición de abandono?»

               Jesús le contestó:

                    «Estaba contigo»

                    «¿Cómo? -replicó ella-, ¡¿entre las sucias abominaciones en que infectaban mi alma?!»

               Él le dice:

                    «Eran desagradables y sumamente dolorosas para ti. Este conflicto, por lo tanto, fue tu mérito, y la victoria sobre ellas, fue debido a mi presencia»

               El enemigo también la invitaba al orgullo, sin escatimar ni violencia ni estrategia alguna para seducirla a sus vicios. Pero la humildad era su defensa. Dios la recompensó con su caridad para los pobres y muchos milagros.



               Un día, después de que Catalina había orado todo el día con extraordinaria fe, Nuestro Señor se le apareció y le dijo:

                    «Ya que por amor a Mi has renunciado a todos los gozos terrenales y deseas gozarte sólo en Mi, he resuelto solemnemente celebrar Mi Desposorio contigo y tomarte como mi esposa en la fe»

               Mientras el Señor hablaba, aparecieron muchos Ángeles, su Santísima Madre, San Juan, San Pablo y Santo Domingo. Y mientras el Rey David tocaba una dulce música en su arpa, nuestra amorosa Madre tomó la mano de Catalina y la puso en la mano de su Hijo. Entonces Jesús, puso un anillo de oro en el dedo de Catalina, y dijo:

                    «Yo, tu Creador y Salvador, te acepto como esposa y te concedo una fe firme que nunca fallará. Nada temas. Te he puesto el escudo de la fe y prevalecerás sobre todos tus enemigos»

               En otra ocasión, en el transcurso de una visión sobrenatural, Nuestro Señor le presentó dos coronas, una de oro y la otra de espinas, invitándola a escoger la que más le gustara. Ella respondió:

                    «Yo deseo, oh Señor, vivir aquí siempre conformada a tu pasión y a tu dolor, encontrando en el dolor y el sufrimiento mi respuesta y deleite»

               Entonces, con decisión tomó la corona de espinas y la presionó con fuerza sobre su cabeza.


               Dos veces, en fiestas litúrgicas especiales, la Virgen le ayudó milagrosamente. Durante una Misa de año nuevo, Catalina estaba tan sobrecogida por la emoción, que cuando se puso de pie para ir a recibir la comunión estuvo a punto de caer. La Virgen, con sus manos tiernas y al mismo tiempo fuertes, la sostuvo hasta que se recuperó.

               Un día de la Asunción, que tradicionalmente era la fiesta más grande del año en Siena, la ciudad de la Virgen, Catalina estaba muy enferma en cama, y deseaba intensamente por lo menos poder ver la catedral. De pronto se encontró en el atrio de la Catedral de la Asunción de Nuestra Señora, y pudo caminar perfectamente y participar en la Misa solemne dedicada a la Virgen.

               A su alrededor muchas personas se agrupaban para escucharla. Ya a los 25 años de edad comienza su vida pública, como conciliadora de la paz entre los soberanos y aconsejando a los príncipes. Por su influjo, el Papa Gregorio XI dejó la sede de Aviñón para retornar a Roma. Este pontífice y Urbano VI se sirvieron de ella como embajadora en cuestiones gravísimas; Catalina supo hacer las cosas con prudencia, inteligencia y eficacia.

               Aunque analfabeta, como gran parte de las mujeres y muchos hombres de su tiempo, dictó un maravilloso libro titulado «Diálogo de la Divina Providencia», donde recoge las experiencias místicas por ella vividas y donde se enseñan los caminos para hallar la salvación. Sus 375 cartas son consideradas una obra clásica, de gran profundidad teológica. Expresa los pensamientos con vigorosas y originales imágenes. Se la considera una de las mujeres más ilustres de la edad media, maestra también en el uso de la lengua italiana.

               Santa Catalina tenía un profundo amor a la Sagrada Eucaristía, a la Santísima Virgen y a los pobres. Tuvo muchas experiencias místicas, entre ellas: el Desposorio con Cristo, innumerables profecías, el don de los estigmas, así como ayunos de largos períodos (en los cuales se alimentaba solamente de la Sagrada Comunión)

               Santa Catalina murió a consecuencia de un ataque de apoplejía, a la temprana edad de 33 años, el 29 de Abril de 1380, fue la gran mística del siglo XIV. El Papa Pío II la canonizó en 1461. Sus restos reposan en la Iglesia de Santa María sopra Minerva en Roma, donde se la venera como Patrona de la ciudad; es además, patrona de Italia y Protectora del Pontificado.



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