Viernes 26-7-2024, XVI del Tiempo Ordinario (Mt 13,18-23)
«Si uno escucha la palabra del reino sin entenderla, viene el Maligno y roba lo sembrado en su corazón». Para que una semilla germine, crezca y dé fruto, se necesitan muchos elementos: sol, lluvia, tierra, trabajo, tiempo… En esta parábola, Jesús nos invita a fijarnos en la tierra. ¿Por qué? Porque la tierra es lo que trabajamos los hombres. No podemos controlar el sol o las lluvias, ni hacer que el tiempo corra más deprisa… Pero sí podemos labrar el suelo para que sea tierra buena. De esto va el Evangelio de hoy, de ser tierra buena. Pero para eso, en primer lugar, debemos escuchar la Palabra y entenderla. Este es el primer trabajo. Para que los pájaros –el demonio– no nos robe las semillas, debemos hacer más caso a la Palabra de Dios que a los susurros del mundo, de la comodidad o de lo fácil. Hoy puedes preguntarte: ¿escucho la Palabra de Dios? ¿Dedico tiempo cada día a leer y meditar la Sagrada Escritura? ¿Procuro escuchar lo que Cristo me quiere decir con su Palabra? ¿Me fío más de las palabras del Señor que de mis propios razonamientos o de lo que oigo por ahí? Sólo si enterramos la semilla de la Palabra en lo profundo de la tierra de nuestro corazón, podrá germinar a salvo de pájaros y animales que de otro modo se la comerían.
«No tiene raíces, es inconstante, y, en cuanto viene una dificultad o persecución por la palabra, sucumbe». Pero no basta con enterrar la semilla; después, hay que trabajar el suelo. Y, como saben bien los agricultores, el trabajo de arar y remover el terreno no es nada sencillo. Es más, es arduo y cansado. Pero sólo así la semilla puede crecer fuerte y vigorosa. Sin profundidad, sin hondura, sin fuertes y ocultas raíces, nunca se convertirá en un gran árbol. No podemos vivir de una fe superficial, basada en las emociones del momento, las canciones sensibleras, los repentinos “toques de Dios” y las experiencias fuertes “que me cambian la vida”. Así, nuestra fe sólo se convierte en algo frívolo, ligero, vano, a ras de suelo. Estaremos expuestos a las inclemencias del viento, las lluvias o el sol. Y sucumbiremos fácilmente. Tenemos que labrar nuestra tierra: con la oración constante y perseverante, con una recepción frecuente de los sacramentos, con un amor al silencio y al recogimiento, con una decidida ilusión por formarnos y aprender sobre nuestra fe… Esas son las raíces de las que habla Jesús. Cristianos con criterio, con poso, con vida interior, con visión sobrenatural. Cristianos no de superficie, sino de profundidad. Cristianos firmemente arraigados en Cristo.
«Los afanes de la vida y la seducción de las riquezas la ahogan y se queda estéril». Un buen agricultor sabe por experiencia que no es suficiente con colocar bien la semilla en una tierra bien trabajada. Hay que estar cada día pendiente de ella, no vaya a ser que, por nuestros descuidos, crezcan zarzas o abrojos que la ahoguen. Y, puesto que las malas hierbas salen cuando menos lo esperamos, hay que cuidar el campo día a día. Así también debemos cuidar nuestro corazón. Todos tenemos experiencia de lo fácil y rápido que crece en él la mala hierba: apegos, placeres, comodidades, odios, divisiones, envidias, riquezas, soberbias… Todo eso sale cuando menos lo imaginamos y amenaza con ahogar la semilla de Dios. Por eso debemos vigilar nuestro corazón cada día, por medio del examen de conciencia y la confesión frecuente. Y, por supuesto, al momento de vislumbrar una zarza, debemos estar dispuestos a arrancarla de raíz. Con todo este trabajo, entonces sí, nuestra semilla crecerá y «dará fruto y producirá ciento o sesenta o treinta por uno».
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