VIERNES 19 DE ABRIL DE 2024, DE LA III SEMANA DE PASCUA (ciclo B), LA EUCARISTÍA EL MAYOR TESORO
Lectura del santo evangelio según san Juan 6, 52-59
En aquel tiempo, disputaban los judíos entre sí:
«¿Cómo puede este darnos a comer su carne?».
Entonces Jesús les dijo:
«En verdad, en verdad os digo: si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros. El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día.
Mi carne es verdadera comida, y mi sangre es verdadera bebida.
El que come mi carne y bebe mi sangre habita en mí y yo en él.
Como el Padre que vive me ha enviado, y yo vivo por el Padre, así, del mismo modo, el que me come vivirá por mí.
Este es el pan que ha bajado del cielo: no como el de vuestros padres, que lo comieron y murieron; el que come este pan vivirá para siempre».
Esto lo dijo Jesús en la sinagoga, cuando enseñaba en Cafarnaún.
LA EUCARISTÍA: EL MAYOR TESORO
A finales del siglo IV, en Abitene, ciudad al norte de África, un grupo de cristianos celebraban la Eucaristía en casa de un tal Emérito quien, llevado a los jueces y preguntado si ignora las penas reservadas a los que dejan celebrar la Eucaristía en sus casas, responde: “Sí, lo sé, pero mirad: Nos podéis quitar el ganado, las casas, el dinero, pero la Eucaristía no, porque sin ella no podemos vivir”. Lo que aquel hombre sencillo sentía de este misterio, lo expresa así el Concilio Vaticano II: “En la Santa Eucaristía se contiene todo el bien espiritual de la Iglesia, es decir, Cristo en persona, nuestra pascua y pan vivo, que, en su carne vivificada y vivificante por el Espíritu Santo, da vida a los hombres que de esta forma son invitados estimulados a ofrecerse a sí mismos, sus trabajos y todas las cosas creadas, juntamente con él”.
Por eso decimos que la Eucaristía es el viático de la vida, no sólo como viático para la vida eterna, sino como gracia indispensable para la vida nueva en Cristo, que a la postre es la vida eterna. La eucaristía, el mayor tesoro del cristiano, alimenta, y cura. Si, también cura.
Recuerda siempre que Jesús cura, que Jesús sana. No solo enseña. Si redime, si salva, no lo hace desde la atalaya de su divinidad inalcanzable, sino desde la cercanía de su humanidad, de su abajamiento, de su encarnación, de su pasión y su muerte donde ha hecho suyos todos los dolores y todos los sufrimientos del mundo. Y recuerda que la Iglesia, la que hacemos tú y yo cada día, no es una catedra erudita y distante del drama de los hombres, ni un dispensador de normas y permisos, sino un hospital de campaña, el hospital que acoge, acompaña, cura, y abraza a todos los hombres, sin juzgarlos, sin clasificarlos, sin apartarlos, sino de rodillas, limpiando con el aceite de la salvación todas sus heridas, las del cuerpo, las de la mente, las del alma.
Jesús, el medico por antonomasia, no sólo nos trae en su propia persona la medicina de Dios, sino que convoca a hombres y mujeres de todo tiempo y lugar para ser sus discípulos misioneros, que habrán de ser también médicos enviados por el Médico-Maestro, del que han aprendido que el mundo no es sino un caótico campo de batalla en el que los hombres pelean por su supervivencia más elemental, o por mendigar su dignidad, o por encontrar el sentido de sus vidas, cuando no pelean unos con otros en el desesperado engaño de que “si quieres la paz prepara la guerra”.
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