Pongamos primero un marco adecuado a la solemnidad de hoy.
Tres nacimientos celebramos en la Iglesia a lo largo del año: el de San Juan Bautista, el de la Virgen María y el de Jesucristo (por orden cronológico). Los tres embarazos suceden con alguna peculiaridad sobrenatural, signo de que estamos ya en la plenitud de los tiempos y se está preparando una intervención divina de dimensiones cósmicas: 1) María es concebida de modo natural, pero sin pecado original; 2) Juan el Bautista es concebido también de modo natural, pero, por intervención divina, una mujer estéril y ya de “edad avanzada” queda encinta; 3) Jesús es concebido de modo sobrenatural sin intervención de varón, por obra y gracia del Espíritu Santo. Los tres nacieron sin pecado original: María y Jesús desde su concepción; san Juan fue concebido con él y se le perdonó el día de la visitación de María a Isabel, al llenarse la madre de Espíritu Santo (cf. Lc 1, 41 ss).
El día más largo y la noche más corta -que eso es hoy-, lo dedicamos al profeta que hace de puente entre los dos testamentos.
Según una llamada divina, una vocación (similar a la de Jeremías, desde seno materno), la tarea de los profetas fue ayudar al pueblo santo mediante el testimonio y la exhortación a permanecer fieles y firmes en el camino de la alianza que Dios había hecho con ellos. Tarea ardua, incómoda y martirial en muchos casos, pero esencial, sobre todo en los momentos de mayor oscuridad.
La profecía tiende a mirar hacia el futuro, como explica hoy san Pablo: la llegada del Mesías prometido, la salvación y la gracia. Y en esta tarea, Juan el Bautista puso punto y final a los profetas según la primera alianza —el antiguo testamento—, porque él no anunció que vendría, sino que lo señaló en persona: “Este es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo” (Jn 1,29). Con el Bautista se acaban los tiempos de la imagen, para dar paso a la realidad; cesan las promesas del futuro para señalar el presente; los símbolos con que se anunciaba la misericordia divina pasan con Cristo a ser una realidad palpable, nada simbólica.
Además, Juan será quien bautice al Mesías y, desde entonces, sea el Ungido, no con óleo, sino con el Espíritu Santo que descendió en forma de paloma.
Su martirio por defender la verdad anticipa ya una sangre redentora que liberará al mundo entero de los pecados.
Todas estas ideas las recoge de modo inigualable el prefacio propio de la Misa de hoy, que tiene el título de “la misión del precursor”:
«En verdad es justo y necesario, es nuestro deber y salvación darte gracias siempre y en todo lugar, Señor, Padre Santo, Dios todopoderoso y eterno, por Cristo, Señor nuestro.
En san Juan, su precursor, a quien consagraste como el mayor entre los nacidos de mujer, proclamamos tu grandeza.
Porque su nacimiento fue motivo de gran alegría, y ya antes de nacer saltó de gozo por la llegada de la salvación humana, solo él, entre todos los profetas, mostró al Cordero de la redención.
Él bautizó al mismo autor del bautismo, para santificar el agua viva, y mereció darle el supremo testimonio derramando su sangre.
Por eso, con las virtudes del cielo te aclamamos continuamente en la tierra a alabando tu gloria sin cesar: Santo, Santo, Santo…»
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