No hay fotos del cielo. La Misa es en esta vida su mejor imagen. «En la liturgia terrena pregustamos y participamos en la liturgia celestial» (Vat. II, Sacrosanctum Concilium 8)
El Juicio universal
«El Juicio final sucederá cuando vuelva Cristo glorioso» (Catecismo 1040). Llegará finalmente «el último día» (Jn 6,39-40), «el día del Hijo del hombre» (Lc 17,24.26), el día del Señor, el domingo definitivo. Los cristianos sabemos por la fe, ciertamente, que «el Hijo del hombre ha de venir en la gloria de su Padre, con sus ángeles, y entonces dará a cada uno según sus obras» (Mt 16,27; +24,30-31; Dan 7,13). Vendrá Jesucristo con majestad divina y con poder irresistible, pues «ha sido instituido por Dios juez de vivos y muertos» (Hch 10,42; +17,31; Rm 2,5-16; 2Cor 5,10; 2Tim 4,1; 1Pe 4,5).
Y entonces se sujetará a Cristo la creación entera, «para que sea Dios todo en todas las cosas» (1Cor 15,23-28). En la turbulenta y variada historia de los hombres, llena de luces fascinantes y de oscuridades abismales, la última palabra la va a tener Cristo. Los condenados «irán al castigo eterno, y los justos a la vida eterna» (Mt 25,46).
Ignoramos por completo cuándo vendrá el Señor, cuándo dará término a la historia humana (Mc 13,32; Hch 1,7). Puede decirse, según el tiempo del hombre, que Cristo volverá «pasado mucho tiempo» (Mt 25,19; 24,14. 48; 25,5). Y puede decirse, según la eternidad divina, que «la venida del Señor está cercana» (Sant 5,8). «He aquí que vengo pronto» (Ap 3,12; +22,12.20). En todo caso, aunque la venida de Cristo estará precedida de ciertas señales espectaculares (Mt 24,1-28; 2 Tes 2,1-3s), sabemos que «el día del Señor llegará como el ladrón en la noche» (1 Tes 5,1-2), cuando nadie lo espera (Mt 24,36-39).
La resurrección de los muertos
Cristo revela a los hombres que después de la muerte habrá una resurrección universal. Hasta Jesús era la muerte una puerta oscura, un abismo desconocido y temible. En el Antiguo Testamento se había anunciado ya el misterio de la resurrección. Pero en forma poco clara. En los tiempos de Jesús no había entre los judíos una creencia general y firme acerca de la resurrección, pues unos, los fariseos, creían en ella y otros, como los saduceos, no (Mt 22,23; Hch 23,8). Para los griegos era la idea de la resurrección era absurda (17,32), e incluso algunos cristianos nuevos tuvieron dificultad en aceptarla (1Cor 15,12; 2Tim 2,17-18).
Jesucristo resucitado es la resurrección y la vida eterna de los muertos (Jn 6,39-54; 11,25). El enseña con seguridad total que todos los hombres, justos y pecadores, resucitarán en el último día (Mt 5,29; 10,28; 18,8; Lc 14,14): Saldrán de los sepulcros «los que han obrado el bien para la resurrección de vida, y los que han obrado el mal para la resurrección de condenación» (Jn 5,29).
Este misterio de la resurrección, en alma y cuerpo, aparentemente increíble, que hizo reir a los sabios atenienses (Hch 17,32), los Apóstoles de Jesús lo anunciaron con energía e insistencia, considerándolo una de las claves fundamentales del mensaje evangélico (4,2.10; 17,18; 24,15.21; 26,23; Rm 8,11; 1Cor 15; 2Cor 4,14; 1Tes 4,14.16; Heb 6,12; Ap 20,12-14; 21,4). En efecto, los cristianos «somos ciudadanos del cielo, de donde esperamos que venga el Salvador, el Señor Jesucristo, que transformará nuestro cuerpo miserable asemejándolo a su cuerpo glorioso, en virtud del poder que tiene para someter así todas las cosas» (Flp 3,20-21).
Desaparecerán en los seres humanos resucitados salvados todas las miserias que hayan tenido en esta vida tanto en el cuerpo como en el alma. Desde muy pronto se proclamó de fe que «cuando venga el Señor, todos los hombres resucitarán con sus cuerpos» (Símbolo Quicumque,s.IV-V?: Denz 76). Adviértase el realismo enfático de estas antiguas declaraciones: «Creemos que hemos de ser resucitados por El en el último día en esta carne en que ahora vivimos» (Fe de Dámaso, hacia a.500: Dz 72; +540). Los hombres han de resucitar «con el propio cuerpo que ahora tienen» (concilio IV Laterano 1215: Dz 801; +684, 797, 854, 1002).
Y esta fe en nada se ve impedida por el hecho de que las mismas partículas humanas puedan, con el tiempo, pertenecer a cuerpos u organismos diversos, pues también el cuerpo terreno guarda su identidad y permanece siempre el mismo, a pesar del continuo recambio metabólico.
Es verdad, como advierte el Catecismo, que «desde el principio la fe cristiana en la resurrección ha encontrado incomprensiones y oposiciones (996; +Hch 17,32; 1Cor 15,12-13). «En ningún punto la fe cristiana encuentra más grande contradicción que en la resurrección de la carne» (San Agustín, Sal. 88,2,5). Se acepta muy comúnmente que, después de la muerte, la vida de la persona humana continúa de una forma espiritual. Pero ¿cómo creer que este cuerpo, tan manifiestamente mortal, pueda resucitar a la vida eterna?» (ib.).
Y sin embargo, ésta es precisamente la fe cristiana en la resurrección de los muertos: «En la muerte, separación del alma y cuerpo, el cuerpo del hombre cae en la corrupción, mientras que su alma va al encuentro con Dios, en espera de reunirse con su cuerpo glorificado. Dios en su omnipotencia dará definitivamente a nuestros cuerpos la vida incorruptible, uniéndolos a nuestras almas, por la virtud de la Resurrección de Jesús» (997).
¿Y cuándo sucederá esto? «Sin duda en el «último día»(Jn 6,39-40.44.54; 11,24); «al fin del mundo» (Vat. II, LG 48). En efecto, la resurrección de los muertos está íntimamente asociada a la Parusía de Cristo: «El Señor mismo, a la orden dada por la voz de un arcángel y por la trompeta de Dios, bajará del cielo, y los que murieron en Cristo resucitarán en primer lugar» (1Tes 4,16)» (1001).
Hay, por tanto, una escatología intermedia,que se refiere sólo al alma, y una escatología plena,referida al alma y al cuerpo; la primera se inicia con la muerte, la segunda en el último día, cuando venga Cristo.
La moderna teología protestante tiende a suprimir la escatología intermedia, y concibe la escatología en una fase única, muerte-resurrección, pues no admite la idea de un alma separada, superviviente al cuerpo, como si tal hipótesis fuera extraña a la Biblia. En no pocos ambientes católicos se ha difundido hoy este grave error.
La Congregación para la Doctrina de la Fe consideró necesario recordar a los fieles que «la Iglesia cree en la resurrección de los muertos. Entiende que la resurrección se refiere a todo el hombre; para los elegidos no es sino la extensión de la misma resurrección de Cristo a los hombres. Espera «la gloriosa manifestación de Jesucristo nuestro Señor (parusía) (Vat. II, Dei Verbum 4b), considerada, por lo demás, como distinta y aplazadacon respecto a la condición de los hombres inmediatamente después de la muerte» (Carta 17-V-1979); +Pozo Teología del más allá 165-323, 465-537; Sayés El tema del alma 13-19.))
La gloria de los justos resucitados será algo que queda más allá de lo que la mente humana puede imaginar, pensar y expresar. Los justos bienaventurados serán inmortales,como enseña Jesús: «Los que fueren hallados dignos de tener parte en aquel siglo y en la resurrección de entre los muertos… ya no pueden morir, pues son semejantes a los ángeles e hijos de Dios, siendo hijos de la resurrección» (Lc 20,35-36). Los resucitados serán impasibles,libres de todo padecimiento y penalidad (Ap 7,16; 21,4). Serán indeciblemente bellos,«brillarán como el sol en el reino del Padre» (Mt 13,43), y unos tendrán, eso sí, mayor luminosidad que otros (1Cor 15,41). Como una semilla se transforma en fruto, «así en la resurrección de los muertos; se siembra lo corruptible, resucita incorruptible» (15,42). Y como en la tierra llevamos la imagen del hombre terreno, que es Adán, «llevaremos también la imagen del celestial», que es Cristo (15,45-49).
El cielo
(Catecismo 1023) «Los que mueren en la gracia y la amistad de Dios y están ya perfectamente purificados, viven para siempre con Cristo. Son para siempre semejantes a Dios, porque le ven tal cual es (1Jn 3,2), cara a cara (1Cor 13,12; Ap 22,4)» .
¿Cómo será el cielo?…Es imposible para el hombre en este mundo imaginar siquiera la gloria de «las moradas eternas» (Lc 16,9), la feliz hermosura de la Casa del Padre, pues «ni ojo vio, ni oído oyó, ni vino a la mente del hombre lo que Dios ha preparado para los que le aman» (1Cor 2,9).
Pero, en todo caso, el Nuevo Testamento nos presenta el cielo como un premio eterno que han de recibir los que permanezcan en Cristo. El cielo es un tesoro inalterable, ganado en este mundo con las obras buenas (Mt 6,20; Lc 12,33); es «la corona perenne de gloria» (1Pe 5,4; +1Cor 9,25). La felicidad celestial es tan inmensa que no guarda proporción con los sufrimiento de esta vida, pues «nuestras penalidades momentáneas y ligeras nos producen una gloria eterna, que las sobrepasa desmesuradamente» (2Cor 4,17; +Rm 8,18).
Dios nos ha revelado el cielo también con algunas imágenes y parábolas. Jesús habla a veces del cielo como de un convite de bodas (Mt 22,1-14), donde él se une a la humanidad como Esposo, y en el que se bebe el fruto de la vid (26,29). Lo que ahora se anticipa en la Eucaristía, se realizará entonces plenamente, cuando vuelva el Señor, en una Cena festiva. El mismo entonces servirá a sus siervos fieles, que serán dichosos (Lc 12,35-38). Él hará «entrar en el gozo de su Señor» al servidor que hizo rendir los talentos (Mt 25,21-23). En esa ocasión, las vírgenes prudentes entrarán con él a las bodas (25,10).
El cielo puede también contemplarse como «la Ciudad Santa, la Nueva Jerusalén» (Ap 21-22). El apóstol San Juan la describe así como una esposa bellísima, adornada para su esposo. Es una Ciudad sagrada, un ámbito glorioso, lleno de la Presencia divina, donde ya no hay lugar para el llanto, el trabajo, el dolor y la muerte. Esta Ciudad sagrada está rodeada por una muralla que lleva los nombres de los doce Apóstoles. No hay en ella iglesias, pues toda ella es un Templo. No hay en ella lámparas, pues el Cordero es su luz, y la gloria de Dios lo ilumina todo.
Todavía hallamos en el Nuevo Testamento conceptos aún más profundos y expresivos para manifestar el inefable misterio del mundo celestial:
*El cielo es la vida eterna. Ésta parece haber sido la palabra preferida por Jesús y los Apóstoles para hablar del cielo. En los evangelios sinópticos el justo está destinado a «entrar en la vida», a recibir «la vida eterna en el siglo futuro» (Mc 9,43. 45. 47; 10,17. 30). La vida eterna es, pues, «el reinopreparado para vosotros desde la creación del mundo» (Mt 25,34. 46). En los escritos de San Juan se profundiza notablemente esta doctrina. La vida eterna es Cristo mismo (Jn 11,25; 14,6; 1Jn 5,20), y a ella tienen acceso los que viven de Cristo (Jn 6,57; 14,19):
«Yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia» (10,10; +6,33; 1 Jn 4,9). Es una vida que se alcanza por la fe en Jesucristo: «El que cree en el Hijo tiene la vida eterna» (Jn 3,36; +5,24; 6,47. 53-54; 17,3; 1Jn 5,11. 13). Sólo se poseerá en plenitud cuando la fe se haga visión de Cristo glorioso: «Seremos semejantes a él porque le veremos tal cual es» (1Jn 3,2). Y la substancia de esa vida eterna es el amor divino trinitario, vivido en una perfecta comunión de amor fraterno (Jn 17,26; 1 n 1,3; 2,23-24; 3,14; 4,12).
San Pablo entiende la vida eterna como San Juan; pero suele referirla más bien a la resurrección final (Rm 2,7; 5,21; Gál 6,8; Tit 1,2). Sin embargo, él también conoce los frutos presentes de la vida en Cristo (Rm 8,2. 10; Gál 5,25). Lo que sucede es que «vuestra vida está escondida con Cristo en Dios. Cuando se manifieste Cristo, vuestra vida, entonces también vosotros os manifestaréis gloriosos con él» (Col 3,34). Mientras tanto, somos «herederos, en esperanza, de la vida eterna» (Tit 3,7), vida bienaventurada, en la que ingresaremos cuando la fe se haga visión inmediata de Dios (1Cor 13,12; 2Cor 5,7).
*El cielo es estar con Cristo.El mismo Jesús revela que el cielo para el hombre es estar con él. «Si alguno oye mi voz y me abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él y él conmigo» (Ap 3,20). «Cuando haya ido y os haya preparado un lugar, volveré y os tomaré conmigo, para que donde esté yo, estéis también vosotros» (Jn 14,3). «Padre, quiero que donde yo esté, estén también conmigo los que me has dado, para que contemplen mi gloria» (17,24). Una frase del Crucificado expresa así al ladrón el cielo en forma conmovedora: «Hoy estarás conmigo en el paraíso» (Lc 23,43; +2Cor 12,4; Ap 2,7).
San Pablo acentúa este modo de expresar el cielo inefable: «Deseo partir y estar con Cristo» (Flp 1,23). «Preferimos salir de este cuerpo para vivir con el Señor» (2Cor 5,8). «Así estaremos siempre con el Señor» (1Tes 4,18). Y los primeros cristianos también pensaban en el cielo de este modo, como se ve en el martirio de San Esteban (Hch 7,55-60). Estos textos, como aquellos otros del Apocalipsis que revelan la función beatificante del Cordero en la Ciudad Celeste, nos muestran que la sagrada Humanidad de Jesucristo no sólo en la tierra, sino también en el cielo, es siempre el acceso que el hombre tiene para la plena unión con la Trinidad divina.
*Los justos, ya en el cielo, son bienaventurados aún antes de la resurrección de los cuerpos, que se producirá en la parusía. Benedicto XII enseñó que «una vez hubiere sido o será iniciada en ellos esta visión intuitiva y cara a cara [de Dios] y el goce [consecuente], la misma visión y goce es continua, sin intermisión alguna de dicha visión y goce, y se continuará hasta el juicio final [cuando resuciten los cuerpos], y desde entonces hasta la eternidad» (const. Benedictus Deus 1336: Denz 1001).
*En la felicidad celestial hay grados diversos. «En la casa de mi Padre hay muchas moradas», dice Jesús (Jn 14,2), y aunque todos los justos serán en el cielo plenamentefelices, unos lo serán más que otros, porque una mayor caridad les habrá hecho capaces de un gozo mayor. En efecto, el Señor «dará a cada uno según sus obras» (Mt 16,27; +1Cor 3,8), y «el que escaso siembra, escaso cosecha; el que siembra con largueza, con largueza cosechará» (2Cor 9,6; +15,41).
El concilio de Florencia declaró que los bienaventurados «ven claramente a Dios mismo, Trino y Uno, tal como es; unos sin embargo con más perfección que otros, conforme a la diversidad de los merecimientos» (1439: Denz 1305; +1582). Y Santa Teresa decía que en el cielo «cada uno está contento con el lugar en que está, con haber tan grandísima diferencia de gozar a gozar en el cielo» (Vida 10,3).
* * *
A la espera del Señor
La Iglesia vive «aguardando la feliz esperanza y la manifestación esplendorosa del gran Dios y salvador nuestro, Jesucristo» (Tit 2,13; +1Tim 6,14). La Iglesia espera a Cristo como el siervo la vuelta de su señor; mejor aún, como la Esposa aguarda el regreso del Esposo.
«Hasta que el Señor venga dice el Vaticano II revestido de majestad y acompañado de sus ángeles, y, destruida la muerte, le sean sometidas todas las cosas, hasta entonces, unos de sus discípulos peregrinan en la tierra; otros, ya difuntos, se purifican;otros, finalmente, gozan de la gloria, contemplando claramente a Dios mismo, Trino y Uno, tal como es (Florentino: Dz 1305); pero todos, en forma y grado diverso, vivimos unidos en una misma caridad con Dios y con el prójimo, y cantamos idéntico himno de gloria a nuestro Dios» (LumenG 49).
Y «mientras esperamos la gloriosa venida de nuestro Salvador Jesucristo», todos los fieles de la tierra, del purgatorio y del cielo estamos unidos en la comunión de los santos,cuya manifestación principal se da en la Eucaristía. Así es, y así lo enseña el concilio Vaticano II:
«En la liturgia terrena pregustamos y participamos en aquella liturgia celestial que se celebra en la santa ciudad de Jerusalén, hacia la cual nos dirigimos como peregrinos, y donde Cristo está sentado a la derecha de Dios como ministro del Santuario y del tabernáculo verdadero (+Ap 21,2; Col 3,1; Heb 8,2); cantamos al Señor el himno de gloria con todo el ejército celestial; venerando la memoria de los santos, esperamos tener parte con ellos y gozar de su compañía; aguardamos al Salvador, nuestro Señor Jesucristo, hasta que se manifieste él, nuestra vida, y nosotros nos manifestemos también gloriosos con él (+Flp 3,20; Col 3,4)» (Sacrosanctum Conc 8).
José María Iraburu, sacerdote
Índice de Reforma o Apostasía
(aún sin hipervincular)
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