En la primera lectura de hoy encontramos la promesa que Dios hace a Abram. Por ser fiel a la alianza que están haciendo, Dios le llama Abrahán porque le concederá una descendencia inaudita, una multitud de pueblos. Pero no solo eso, también se le promete la tierra en donde peregrina como propiedad definitiva y perpetua.
Ese es el Dios de Jesucristo del que nos dice el salmo de hoy: “Se acuerda de su alianza eternamente, / de la palabra dada, por mil generaciones; / de la alianza sellada con Abrahán, / del juramento hecho a Isaac”. Ese es el Dios de quien Jesús procede como enviado. El Dios que le glorifica a él, su siervo. El Dios a quien dice conocer personalmente en contraste con sus interlocutores, los judíos que polemizan contra él de quienes dice que no conocen a Dios.
Y todo esto sucedió porque Jesús tuvo la osadía de hablar de “vida eterna”: “Quien guarda mi palabra no verá la muerte para siempre”. Y la incredulidad de los judíos les lleva a acusarlo y a decir que tiene un demonio, que está poseído. El argumento que esgrimen para escandalizarse de esta manera es que tanto Abraham como los profetas murieron y por tanto les resulta insultante que alguien pueda prometer una vida sin fin.
Nosotros ahora nos damos cuenta de que aquello que Abrahán recibió como promesa lo hemos recibido en Jesús.
El Hijo de Dios es el que ha sellado una alianza nueva y eterna con nosotros y que ya nadie podrá romper jamás. El Hijo de Dios es el que nos ha hecho miembros de su pueblo, la Iglesia, que es un reino de sacerdotes y una nación santa. El Hijo de Dios es el que nos ha regalado una tierra nueva que es el reino de los cielos, que tiene aquí en la tierra su germen y comienzo.
Jesús es el cumplimiento de todas las promesas que Dios hizo a nuestros padres en el pasado y el cumplimiento también de todos los anhelos que el hombre descubre habitando en su corazón.
Pero nosotros en vez de celebrarlo y estar agradecidos por todo lo que se nos ha regalado nos endurecemos en nuestro corazón y le rechazamos.
Cuando los judíos apelan a Abrahán , su padre, Jesús reforzando su testimonio y su autoridad les responde que Abrahán saltaba de gozo pensando ver su día; lo vio, y se llenó de alegría. Porque ese era el momento en que se daba pleno cumplimiento a sus esperanzas. Pero entonces su respuesta les llevó a la exasperación y a la violencia porque decía haber visto a Abrahán . Y llegaron incluso a agarrar piedras para lapidarle cuando Jesus fue aún más lejos por declarar implícitamente su divinidad: “Antes de que Abrahán existiera, yo soy”.
¿Por qué nos cuesta tanto ser felices? ¿Por qué nos cuesta tanto recibir como regalos todas esas cosas que desea nuestro corazón? ¿Por qué revelarnos contra un Dios que se ha hecho hombre, igual a nosotros, para que nosotros nos hagamos divinos como él? ¿Por qué despreciar la vida eterna, esa alianza, ese pueblo y esa tierra que él nos ha venido a regalar?
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