27/11/2024

De nosotros y los Demonios, por San Antonio Abad

Hemeroteca Laus DEo26/03/2021 @ 13:00

De nosotros y los Demonios, por San Antonio Abad

«Sí, hijos, los demonios no dejan de manifestar su envidia hacia nosotros: designios malos, persecuciones solapadas, sutilezas malévolas, acciones depravadas; nos sugieren pensamientos de blasfemia; siembran infidelidades cotidianas en nuestros corazones; compartimos la ceguera de su propio corazón, sus ansiedades; hay además los desánimos cotidianos del nuestro, irritabilidad por todo, maldiciéndonos unos a otros, justificando nuestras propias acciones y condenando las de los demás. Son ellos quienes siembran estos pensamientos en nuestro corazón. Ellos quienes, cuando estamos solos nos inclinan a juzgar al prójimo, incluso si está lejos.

Ellos quienes introducen en nuestro corazón el desprecio, hijo del orgullo. Ellos quienes nos comunican esa dureza de corazón, ese desprecio mutuo, ese desabrimiento recíproco, la frialdad en la palabra, las quejas perpetuas, la constante inclinación a acusar a los demás y nunca a sí mismo. Decimos: es el prójimo la causa de nuestras penas; y, bajo apariencias sencillas, lo denigramos cuando sólo en nosotros, en nuestra casa, es donde se encuentra el ladrón. De ahí las disputas y divisiones entre nosotros, las riñas sin más objeto que hacer prevalecer nuestra opinión y darnos públicamente la razón. Son también ellos quienes nos hacen solícitos para llevar a cabo un esfuerzo que nos supera y, antes de tiempo, nos quitan las ganas de lo que nos convendría y nos sería muy provechoso.

Así nos hacen reír a la hora de llorar, y llorar en el momento de reír. En resumen: buscan obstinadamente desviarnos del recto camino utilizando otros muchos engaños para dominarnos. Pero esto basta de momento. Cuando nuestro corazón está saturado de cuanto acabo de decir y de ello hacemos nuestro pasto y subsistencia, Dios, tras larga indulgencia para con nuestra perversidad, vendrá por fin a visitarnos. Nos arrebatará el peso de este cuerpo. Para vergüenza nuestra, el mal que hasta este momento hayamos hecho se revelará nuestro cuerpo, entregado al tormento, pero que un día revestiremos de nuevo por la bondad de Dios. Así nuestra situación final ser peor que la primera (Lc. 11,26). No ceséis, pues, de implorar la bondad del Padre para que su ayuda nos acompañe y nos muestre el mejor camino.

Con toda verdad os digo, hijos míos, la envoltura de nuestra morada presente es perdición para nosotros, casa donde reina la guerra. En verdad os digo, hijos míos, quien se haya deleitado en sus propios deseos y sometido a sus propios pensamientos, quien haya acogido de todo corazón esta semilla y buscado en ella su gozo, puesta en ella la esperanza de su corazón como si fuera un misterio grande y excelente, y se haya servido para justificar una vez más su conducta, su alma, como el aire estar habitada por los espíritus del mal. Le será consejera funesta y hará de su cuerpo la copa de sus secretas abyecciones. Sobre este hombre tienen los demonios pleno poder, porque no ha querido poner a plena luz su ignominia.

¿Ignoraréis la variedad de sus trampas? Si no es así, ¡qué fácil es conocerlas y preservaros de ellas! Pero por más que mires no podrás percibir materialmente el pecado, la iniquidad que maquinan contra ti, pues ellos mismos no son visibles materialmente. Comprendedlo bien: nosotros les servimos de cuerpo cuando nuestra alma acoge su malicia. En efecto, por ese cuerpo, que es nuestro, es por donde el alma introduce en sí a los demonios.

Así pues, hijos, cuidémonos de dejarlos pasar. De otro modo la cólera divina va a pesar sobre nosotros y vendrán a su nueva casa para reírse de nosotros, seguros de la eminencia de nuestra pérdida. No despreciéis mis palabras porque los demonios saben que nuestra vida depende de estos intercambios entre nosotros. Pues, ¿quién ha visto alguna vez a Dios? ¿quién ha encontrado en Él el gozo? ¿quién lo ha retenido junto a sí a fin de que le ayude en su peligrosa condición? Y, ¿quién ha visto jamás al diablo hacernos guerra, alejarnos del bien, atacarnos, estar físicamente aquí o allí, lo cual nos permitiría temerle y escapar de él? Es que se mantienen ocultos a nuestros ojos. Son nuestras acciones las que manifiestan su presencia.

Porque todos, en cuanto existen forman una sola y única naturaleza espiritual: por haberse separado de Dios han visto aparecer entre sí tales diferencias como consecuencia de sus distintas actividades. Por la misma razón les han sido dados tantos nombres distintos, según su particular actividad. Así unos han sido llamados arcángeles, otros tronos o dominaciones, principados, potestades, querubines. Les fueron atribuidos estos nombres por su docilidad a la voluntad de su Creador.

En cuanto a los otros, por su mal comportamiento se les llamó mentirosos, Satán, así como otros demonios fueron llamados espíritus malos e impuros, espíritu de error, príncipes de este mundo y otras numerosas especies que hay entre ellos.

También entre los hombres que les resistieron a despecho del duro peso de este cuerpo, algunos recibieron el nombre de patriarcas, otros de profetas, de reyes, sacerdotes, jueces, apóstoles, y tantos otros nombres escogidos semejantes a estos, según su comportamiento santo. Estos diversos nombres les fueron atribuidos sin distinción de hombre o mujer, según la diversa naturaleza de sus obras: porque todos tienen el mismo origen.

Quien peca contra el prójimo, peca contra sí mismo; quien lo engaña, se engaña; y quien le hace bien, se lo hace a sí mismo. Por el contrario, ¿quién engañara Dios? ¿quién le puede dañar? ¿o quién presta un servicio? O incluso ¿quién le da una bendición que juzgue necesaria? ¿Quién podrá jamás glorificar al Altísimo según su dignidad, exaltarlo según su medida?

Vestidos aún con el peso de este cuerpo despertemos a Dios en nosotros mismos respondiendo a su llamada, entreguémonos a la muerte para la salvación de nuestra alma y de todos. Así manifestaremos el origen de la misericordia de que somos objeto. No nos dejemos llevar del egoísmo si no queremos participar de la caída del demonio.»

De la Cuarta carta de San Antonio Abad