Hemeroteca Laus DEo01/08/2023 @ 00:52
«La paciencia de Dios nos hace sufrir». Estas palabras las dijo Benedicto XVI en la misa de inicio de su pontificado. A continuación y matizando, añadió: «Pero la paciencia de Dios es nuestra salvación».
En el evangelio de hoy, Jesús accede a la petición que le hacen los suyos y les explica el sentido de la parábola del trigo y de la cizaña; se podría decir que cualquier comentario añadido resulta redundante puesto que nadie mejor que Jesús podía comentar su propia enseñanza. Sin embargo, en este momento, nos ayudará ir más allá de la explicación de la parábola y tratar de entender cómo estas palabras iluminan nuestra vida presente.
Ciertamente, esta vida es un combate. Hay dos potencias enemigas que se combaten mutuamente: el bien y el mal. En el origen de ambas hay identidades concretas, no son unos poderes abstractos o difusos. La buena semilla la siembra el Hijo de Dios, Jesús, y son los ciudadanos del Reino. La mala, la cizaña, la siembra el diablo y son los partidarios del Maligno. Lo dramático del asunto es que el campo es «todo el mundo», no hay región de excepción. Como dice san Ignacio en su famosa meditación de las dos banderas de los Ejercicios Espirituales: “Cristo llama y quiere a todos debajo de su bandera, y Lucifer, al contrario, debajo de la suya”. Por tanto, dentro de cada uno, tenemos este mismo combate interior. Todos, consciente o inconscientemente, militamos bajo una de estas dos banderas, no existe neutralidad en este combate.
Y cuando dentro de la sociedad nos reconocemos como la buena semilla de Cristo, es muy probable que nos preguntemos, por qué Dios no da por zanjado este combate, por qué si él ya ha vencido al mundo, si ya ha encadenado al «príncipe de este mundo», Satanás y lo ha vencido, tenemos que seguir padeciendo persecución y rechazo, por qué consiente que nos hieran, incluso que nos maten, si de verdad nosotros somos sus amados, sus amigos, en definitiva “ los suyos“. La respuesta que nos proporciona Jesús en el evangelio de hoy describe a la perfección la misericordia entrañable de Dios, que se dirige a todos los hombres, justos e injustos, buenos y malos.
Desde la ascensión de Jesús al cielo y hasta su venida definitiva, su retorno glorioso, este es el tiempo de la misericordia, es el tiempo de la paciencia de Dios. Como el padre de la parábola, que no se cansa de esperar el retorno de su hijo y no cierra la puerta, sino que la mantiene siempre abierta, y que gracias al amor de su corazón lo mantiene siempre vivo, con la esperanza de no perderlo definitivamente. Esta es la paciencia de Dios.
Probablemente nosotros, como dice San Pablo, en otro tiempo cuando éramos enemigos de Dios, fuimos los que se beneficiaron de esta paciencia y de esta misericordia. Por eso, si lo hemos recibido gratis y sin mérito ninguno, Dios espera de nosotros que deseemos eso mismo para todos los demás. Nada entristeció tanto el corazón del padre como la actitud cicatera y mezquina del hermano mayor que fue incapaz de alegrarse por el regreso del hermano pequeño y se negaba a entrar en el banquete para celebrarlo.
Es verdad que la mala vida del menor ha perjudicado, e hizo daño, mucho daño, a su padre y a toda la familia, pero no hay proporción entre el dolor de la pérdida y la alegría del encuentro. La paciencia de Dios nos hace sufrir, pero también es nuestra esperanza, porque ninguno de nosotros puede asegurar que no pueda recaer de nuevo en el pecado y necesitar por tanto, una vez más, la misericordia de Dios para volver a salir de la muerte y estrenar otra vez una vida resucitada.
Nos consuela saber que al final, solo permanecerá el bien y el mal será aniquilado. Consuela pensar que esta luz de la fe a veces tan tenue y frágil que nos ilumina en las oscuridades de este mundo se convertirá en luz eterna. «Brillarán como el sol en el reino de nuestro padre», así son ya los santos, como estrellas que iluminan el firmamento y nos permiten orientarnos mientras caminamos en este valle de lágrimas, en la noche de la historia. A a ellos nos encomendamos pidiéndoles que nos contagien la alegría y el gozo que ellos ya disfrutan y y que nosotros anhelamos alcanzar.
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