23/02/2025

LA ROSA Y EL FUEGO

Sofía caminaba con prisa, como siempre. Tacones altos, un bolso de marca colgando de su muñeca y un café en la otra mano. No estaba segura de adónde iba, pero tampoco le importaba. Últimamente, su vida transcurría en una inercia cómoda: moda, redes, fiestas, música. Todo parecía diseñado para ser visto, para ser compartido. Era hermosa, y lo sabía. Pero en los últimos meses, una sensación incómoda crecía en su interior, como un murmullo que no podía acallar.

El mundo entero la aplaudía, pero algo dentro de ella se sentía vacío.

Aquel día, decidió desviarse por un parque solitario, con árboles centenarios que parecían susurrar historias del pasado. Entonces la vio.

Sentada en un banco de piedra, una anciana giraba entre sus dedos una rosa marchita. Sus manos estaban arrugadas, pero en su porte había algo sereno, algo inquebrantable. Sofía no pudo evitar detenerse.

—Es hermosa, ¿verdad? —dijo la anciana sin apartar la vista de la flor.

Sofía asintió, aunque en realidad la rosa parecía a punto de deshacerse.

—Hace días que fue cortada, pero su perfume sigue aquí —continuó la anciana—. No tiene la frescura de ayer, pero aún entrega su esencia.

Sofía frunció el ceño.

—¿Y qué pasará cuando ya no huela?

La anciana la miró con sus ojos claros, tan profundos que Sofía sintió un vértigo extraño.

—Se volverá polvo. Como todas las cosas que se quedan en lo superficial.

Sofía sintió un escalofrío.

—No entiendo…

La anciana sonrió con ternura, pero su mirada era firme.

—Hoy, la belleza se ha vuelto un disfraz, un engaño. Nos han convencido de que ser bellas es atraer miradas, pero no nos dijeron que el cuerpo es solo un envoltorio. Nos entrenaron para mostrarnos, pero no para ser. Nos hicieron creer que valemos por lo que revelamos, pero jamás por lo que ocultamos.

Sofía sintió un nudo en la garganta.

—¿Y qué tiene de malo la belleza? —preguntó, con un tono más defensivo del que pretendía.

—Nada —respondió la anciana—. Lo malo es cuando la belleza se vacía de significado. Cuando la usas como un anzuelo y no como un don. Cuando el vestido no realza la dignidad, sino que la destruye. Cuando una mujer deja de ser un misterio para convertirse en un escaparate.

Sofía sintió que el suelo se volvía inestable bajo sus pies.

—Las mujeres hoy son como rosas de plástico —continuó la anciana—. Se ven perfectas, pero no tienen perfume. No mueren, pero tampoco viven. No duelen, pero tampoco aman. Han cambiado el fuego por el artificio, la esencia por la imagen.

—Pero… ¿no es importante sentirse bien con una misma? —insistió Sofía, buscando un resquicio para su propia defensa.

La anciana inclinó la cabeza con dulzura.

—Sí, pero dime, ¿sentirse bien es lo mismo que ser libre?

Sofía abrió la boca, pero no supo qué responder.

—Hoy te dicen que eres libre si puedes hacer lo que quieras con tu cuerpo —continuó la anciana—. Pero la verdadera libertad no es seguir deseos que otros han sembrado en ti. Es elegir el bien, aunque nadie lo haga. Es saber que eres más que un vestido, más que un like, más que un cuerpo bien formado.

—Pero si me visto bonita, ¿qué daño hay en eso? —insistió Sofía.

La anciana sonrió con dulzura.

—Nada, hija. Dios mismo viste de hermosura los lirios del campo. Pero fíjate: su belleza no es forzada, ni fingida, ni provoca en otros deseos desordenados. Crecen con dignidad, con gracia. La verdadera belleza atrae el alma, no solo los ojos. ¿Te has preguntado si lo que llevas puesto lleva a alguien a mirar más allá de tu cuerpo?

Sofía bajó la vista, inquieta.

—Pero… la moda cambia —susurró, más para sí misma que para la anciana.

—Y la verdad no —respondió la anciana con firmeza—. ¿Sabes por qué el mundo insiste tanto en desnudar a la mujer? Porque la desnudez no es solo física, es espiritual. Cuanto más se exhibe el cuerpo, menos se valora el alma. Cuanto más se muestra, menos se protege. Y cuanto menos se protege, más fácil es que la traten como un objeto de usar y tirar.

El aire se volvió denso.

—Hemos olvidado que el cuerpo es un templo —continuó la anciana—. Y en el templo no se entra de cualquier manera, ni se permite que cualquiera entre a profanarlo. Una mujer que se viste con dignidad se respeta, y quien se respeta, enseña a los demás a respetarla.

Sofía sintió la urgencia de replicar, de justificar la moda, de hablar de la libertad. Pero una parte de ella sabía que no tenía respuesta.

—¿Y qué significa arder? —preguntó finalmente, con la voz más débil de lo que esperaba.

—Arder significa no temerle a la verdad. Significa que tu belleza no sea un señuelo, sino un reflejo de lo que eres por dentro. Que en vez de atraer miradas, ilumines almas. Que seas una mujer que inspira a otros a mirar hacia arriba, no hacia abajo.

Sofía miró su reflejo en la pantalla de su celular apagado. Su ropa ajustada, su pose ensayada, sus labios perfectamente delineados. Por primera vez en años, sintió que aquello no la representaba.

La anciana extendió la rosa marchita. Sofía la tomó entre sus manos. Suavemente, acercó la flor a su nariz y aspiró su aroma. Todavía olía a algo.

—Las rosas no nacen para adornar escaparates —susurró la anciana—. Nacen para ser jardín, para ser fragancia, para ser fuego.

Sofía levantó la vista, pero la anciana ya no estaba.

Solo quedaba la rosa.

OMO

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