31/01/2025

La semilla sabe lo que tiene que hacer, y sabe a dónde va

A mí me parece apabullante el Evangelio de hoy, lo digo en serio. Me parece más milagroso que aquellos panes que se multiplicaron a orillas del lago. Siempre que lo leo me quedo con la misma cara de haber sido alcanzado por una sorpresa que no esperaba. El sembrador echa una semilla en la tierra y se va a dormir, es decir, se desocupa de la vida de la semilla. Y la semilla va haciendo vida propia, crece por sí misma, “sin que el sembrador sepa cómo”, y va produciendo fruto sola. ¡Sola!, ¡sabe lo que tiene que hacer y sabe a dónde va! Es como si el Señor nos dijera, “si no pusierais obstáculos, comprobaríais que vuestra naturaleza crece naturalmente hacia mí”. Dios ha puesto su sello en el crecimiento natural del ser humano hacia la altura divina. Pero es el ser humano quien obstaculiza esa obra natural, y se pone palos en las ruedas a sí mismo. Ahora se entiende aquella sorpresa de Jesús cuando se quedaba perplejo por la falta de fe de quienes le oían, “¿tan torpes sois?”, ¿no os he dado una naturaleza sabia para que encaje a la perfección con mis palabras?

¿Y qué es crecer?, saber que tengo que dar mi vida por los demás. Que el grano que no muere en la tierra y se multiplica, muere en la superficie y desaparece. ¿Y eso qué significa?, que nacimos para darnos. La filósofa alemana Edith Stein era estudiante de doctorado cuando se fue como enfermera voluntaria durante la Primera Guerra Mundial, abandonando provisionalmente sus estudios. Cuando volvió a la universidad, el tiempo que pasó con los heridos le había dado alimento para su tesis doctoral sobre la empatía. La más grande de las santas del siglo XX, poniendo aparte todas aquellas que se os ocurran y que seguro que objetarán lo que acabo de decir, dedica una tesis doctoral a algo tan contemporáneo como es la empatía. Era para ella tan crucial, que llegó a escribir que llegamos al conocimiento de nosotros mismos cuando reconocemos a los demás. Y de forma aún más gráfica añade, “¿acaso no necesitamos la mediación del cuerpo para asegurarnos de la existencia de otra persona?”.

Querido grano, que fuiste enterrado un día en un terreno que no estaba del todo mal, que le daba el sol de costado y fuiste bebiendo de las lluvias como podías, te cuento al oído que necesitas del roce con otro ser humano para saber que vas creciendo hacia Dios. Te lo puedo decir más alto. Porque nace una nueva red de comprensión cuando ponemos la mano encima del enfermo, del familiar que nos cuenta su pequeña tragedia, del hombro del marido que parece últimamente desapegado, desatento. Te cuento algo más, y esta vez es de otra mujer maravillosa del siglo XX, Simone Weil, “ya sólo el hecho de reconocer la existencia del otro, es un acto de amor. Amar al prójimo como a uno mismo significa percibir en el cuerpo de otra persona la misma combinación de lo natural y lo sobrenatural que experimentamos en nosotros mismos”.

Y así vamos creciendo sin darnos cuenta, porque cuando estamos sanos, no somos conscientes de la salud, sino que nos ponemos a mirar alrededor y vemos el millón de necesidades de quienes nos rodean. Y, a lo tonto, crecemos con esa naturalidad de la que habla el Señor hoy en el Evangelio.