El Evangelio nos cuenta cómo Jesús entró en casa de Simón, donde estaba su suegra con fiebre muy alta y le rogaron por ella. Entonces Jesús increpó a la fiebre, y se le pasó Enseguida se nos suscitan algunas preguntas ¿Era necesario que le rogaran a Jesús para que curara a la suegra de Pedro? ¿Acaso el Señor desconocía que presentaba una fiebre alta? Desde luego que no. Tampoco era necesario que le rogaran para que la curara. Sin embrago, Jesús ha querido necesitar de la intervención de otros para curar a la suegra de Pedro. Lo mismo sucede con nosotros, él quiere necesitar de nuestra intervención, de nuestra petición por la curación de otros, ya sea de una enfermedad del cuerpo o del alma, de un dolor o de la tristeza…
Y esto es así porque quiere que nosotros participemos de su gloria, de su poder y por ello nos dice que oremos unos por otros y hacerlo con insistencia. Son muchos los pasajes del Evangelio en los que nos insiste en la necesidad de orar siempre y no desfallecer. Orar con insistencia por algún familiar o amigo enfermo o por alguien para que se convierta, nos hace mucho bien. Dios no necesita que nos pongamos pesados insistiendo. Él quiere nuestra insistencia para que nos demos cuenta de cuánto le necesitamos, de cómo por nuestras propias fuerzas no podemos nada. Por ello es verdad que el primer beneficiado por esa oración de intercesión es quien reza. Quiere nuestra oración porque quiere que participemos de su cuidado providente sobre los demás. Aprendemos así que somos corresponsables los unos de los otros. “Rezad unos por otros, para que seáis curados. La oración fervorosa del justo puede mucho” (St 5, 16). Desde los comienzos de la Iglesia, los Apóstoles no ha dejado de insistir en la importancia de esta oración de intercesión. San Pablo le encarecía a Timoteo, “ante todo, que se hagan súplicas, oraciones, peticiones y acciones de gracias por todos los hombres, por los reyes y todos los que ocupan altos cargos, para que pasemos una vida tranquila y serena con toda piedad y dignidad (1 Tm 2, 1-2).
María, la mujer que dio un sí incondicional a Dios es la Señora de los imposibles. Jesús no niega nada a quien le ha respondido siempre que sí y se halla completamente identificada con Él. Recuerdo haber escuchado en una predicación a un cura sevillano, con ese amor desbordado por María y esa manera de expresarse, contar cómo una persona estaba rezando ante un crucifijo, insistiéndole en una petición a Jesús y que como argumento definitivo le decía al Cristo, mira que, si no me concedes lo que te pido, “se lo digo a tu Madre”. Ella nos enseñará a ser intercesores, a pedir a su Hijo y a descubrir el honor que supone participar en la Providencia de Dios sobre los demás. Nosotros, que estamos llenos de limitaciones ¡cooperamos con Dios! En el cuidado de los hombres.
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