Hoy Jesús nos introduce en su intimidad de trato con Dios. Su oración, recogida en el capítulo 17 de san Juan, es la invitación que nos hace Jesús de situarnos frente a Dios en su misma posición de Hijo amado. Jesús resucitado es lo que invita a María Magdalena: «Jesús le dice: «No me retengas, que todavía no he subido al Padre. Pero, anda, ve a mis hermanos y diles: “Subo al Padre mío y Padre vuestro, al Dios mío y Dios vuestro”» (Jn 20,17). El Padre de Jesús es también el padre nuestro y podemos relacionarnos con él con su misma confianza y complicidad. Jesús abre su corazón a Dios y le cuenta lo que le preocupa y lo que desea. Su corazón recoge el deseo del mismo Dios, que todos seamos uno. La comunión de toda la humanidad. El reconocernos todos miembros de un único cuerpo que tiene como cabeza al mismo Cristo. Nosotros empeñados en romper, en dividir, en vernos rivales. Y Dios que es familia, que es Trinidad, solo busca enseñarnos los caminos que llevan a la unidad. Caminos que se recorren rompiendo en nosotros mismos lo que divide a los demás.
El corazón de Jesús también está lleno de admiración, de afecto, de alabanza continuada a la gloria de Dios. Jesús se siente amado completamente en toda su vida por parte de Dios e hizo que su misión fuera que la humanidad acogiera ese mismo amor. Toda la vida pública de Jesús a través de sus gestos, de sus palabras, de sus enseñanzas, solo tienen un objetivo: “Quien le ve a Él, ve al Padre”. En esto consiste la Vida Eterna, en el conocimiento afectivo e íntimo respecto a Dios. Vivir la plenitud de Dios es conocerle como somos conocidos. Esa es la oración conocida de san Agustín: “Que te conozca y que me conozca”. Conocemos a Dios cuando leemos e inspirados por el Espíritu comprendemos su Palabra.
Sumémonos al deseo de Jesús de vivir con confianza la presencia de Dios en nuestra vida y hagamos de la comunión, de la búsqueda de la unidad, la misión prioritaria de nuestros días. Eso se concreta en una forma fraterna de pensar, de sentir, de actuar. Esto quiere decir que nuestra mente, cuerpo y corazón se vuelven comunitarios en la proximidad de Cristo. Si la oración no nos lleva a deshacer las fronteras ideológicas, derriban los muros y eliminar las fronteras, la oración es un monólogo narcisista y autorreferencial. Estamos llamados a ser comunitarios en toda nuestra forma de sentir, de pensar, de proyectar, de interpretar todo lo que ocurre.
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