01/05/2024

El perdón que nos renueva

“Recibid el Espíritu Santo, a quienes les perdonéis los pecados les quedan perdonados”. Parece que Cristo tuviera prisa por hacer llegar a los hombres los frutos de la redención. Y por hacerlos llegar según el plan de Dios: por el envío del Espíritu Santo. El primer fruto de la cruz es el don del Espíritu Santo. Espíritu “que nos ha hecho renacer de nuevo”, que nos trae la vida de Cristo glorificado. Que derrama sobre los hombres la Misericordia del Padre. Cristo no espera a Pentecostés para que los Apóstoles – la Iglesia – reciban de Él semejante poder ¡Perdonar los pecados! ¡Hacerlos desaparecer!

¿Tiene Dios Padre necesidad de la Cruz para perdonar los pecados? ¡Ninguna! ¿Tiene necesidad de enviar el Espíritu Santo para perdonar los pecados? ¡Ninguna! Sin embargo, ha querido elegir un camino, que Cristo sigue en cumplimiento fiel a la voluntad del Padre. ¿Podemos, entonces, nosotros prudentemente buscar otro camino para el perdón de los pecados que el querido por Dios? Recibir los frutos de la resurrección de Cristo es recibir el perdón de los pecados; por el medio que Dios mismo a dispuesto: por el ministerio de su Iglesia en el sacramento de la reconciliación.

La gracia recibida en el sacramento de la reconciliación nos reviste de la vida de Cristo, nos hace “nacer de nuevo”, porque el perdón no es simplemente no tener en cuenta los pecados. Es hacerlos desaparecer. No es que Dios «cierre los ojos», se haga el «despistado», o cubra con un manto nuestros pecados para no verlos. El perdón de Dios consiste en que lo «que es», no sea. El pecado es un acto libre de una persona, que actúa contra la ley de Dios o de la Iglesia, existe, es real, pero el perdón de Dios hace que deje de ser. Sólo existirá en nuestra memoria o en los hábitos que haya generado en cada uno.

Una madre no se conforma con no ver los defectos de su hijo, querría – y lo haría si pudiera – transformarle, sanarle. Si fuera un drogadicto, no se conformaría con cerrar los ojos ante la “enfermedad” de su hijo. La misericordia y el poder de Dios sí pueden curar. En la confesión, no se limita a cerrar los ojos, su gracia nos cura. La gracia renueva al hombre desde dentro, y le convierte de pecador y rebelde en siervo bueno y fiel (cf. Mt 25, 21).

Cuántas veces no habremos dicho: si volviera a empezar de nuevo. Si pudiera hacer que todo empezara ahora ¡Pues podemos en Cristo! Por la fe en Cristo muerto y resucitado porque “todo el que cree que Jesús es el Cristo ha nacido de nuevo”, porque Cristo no ha venido a anunciar el Reino de Dios, sino a traerlo, hacerlo realidad, no ha venido a anunciar el perdón sino a realizarlo, no ha venido a anunciar la Misericordia de Dios, sino a realizarla. No tenemos que esperar a que Dios tenga misericordia con nosotros. Su misericordia se nos ha dado toda en Cristo y nos la entrega en el Espíritu Santo. Podemos vivir una vida nueva y empezar cada día, muchas veces cada día porque quien está “sentado en el trono dijo: —Mira, hago nuevas todas las cosas” (Ap 21,5). El envío del Espíritu Santo no hizo a los Apóstoles impecables, de hecho, después de Pentecostés siguen teniendo debilidades, el libro de los Hechos de los Apóstoles nos describe unas cuantas, pero sí les renueva constantemente. De temerosos les hace audaces y valientes, capaces de “dar testimonio con mucho valor”.

Que María, Refugio de los pecadores, nos facilite dejarnos alcanzar por la Misericordia de Dios que se nos regala en su Hijo.