Santos: León IX, papa; Jorge, Usmaro, Elgeo, obispos; Vicente, Hermógenes, Cayo, Expedito, Aristónico, Rufo, Gálata, Sócrates, Dionisio, Pafnucio, Vernerio, Geroldo, conde de Sajonia, y sus hijos Ulrico y Cunón, mártires; Crescencio o Crescente, confesor; Emma, viuda; Timón, diácono y mártir; Trifón, patriarca; Buscardo, abad; Oliva, virgen.
Hay un epitafio en su sepulcro que reza así:
Roma vencedora está dolorida
al quedar viuda de León IX,
segura de que, entre muchos,
no tendrá un padre como él.
Así quiso mostrarle su agradecimiento la Ciudad Eterna; quiso introducirlo para siempre en la entraña de la familia.
Los condes de Alsacia tuvieron un hijo en el año 1002 y, como se hace siempre, le pusieron un nombre: Bruno. Estudia en la escuela episcopal –probablemente, el único modo de estudiar algo en su época– de Toul. La familia atribuye a san Benito la curación de una enfermedad grave que sufrió. Como son gente bien relacionada, no les fue difícil obtener para Bruno del pariente emperador alemán, Conrado II, un importante y alto cargo eclesiástico, porque entonces las cosas –mejor o peor– se hacían así. Por esta época, sobresale en su bondad y comienzan a llamarle «el buen Bruno».
El año 1026 –jovencito hoy, pero no poco frecuente en su momento– ya es obispo de Toul, desde que muere el anterior obispo, Hermann. Aceptó por ser Toul una iglesia pobre. Y desde ese hecho, se manifiesta en él un celo infatigable. Su empeño es llevar a cabo la reforma en la Iglesia que ya comenzaron los cluniacenses. Para ello, convoca sínodos, mantiene buenas relaciones con los obispos vecinos, fomenta los estudios eclesiásticos, cuida esmeradamente el trato con las Órdenes religiosas y prima las iniciativas reformistas de Cluny.
No es de extrañar que fuera elegido para Sumo Pontífice. Eran tiempos malos, muy malos, en los que la Iglesia se presentaba ante el mundo como un desastre; por eso se necesitaba tanto una reforma. Era el año 1048; se había puesto fin al terrible cisma, pero ni el papa Clemente VIII (1046-1047) ni su sucesor Dámaso II (1047-1048) tuvieron tiempo de iniciarla. Papa electo, con el visto bueno de Enrique III en la Dieta de Worms, toma el nombre de León IX y comienza su mandato con el punto de mira fijo en la reforma.
Supo rodearse de los promotores más significativos: Hugo de Cluny –alma del movimiento cluniacense–, Halinard –arzobispo de Lyon– y san Pedro Damiano. También la Curia romana nota la tendencia reformista cuando hace llamar a Hildebrando para nombrarlo Archidiácono y hacerlo Secretario pontificio.
En el 1049 despliega una actividad incesante por amor a Dios y a su Iglesia. Lo primero es un solemne sínodo cuaresmal en Roma y la petición de secundar la iniciativa con otros sínodos en las demás provincias. También ese año lo conoce como papa peregrino por Italia, Alemania y Francia. Ha de llevar a la Iglesia el convencimiento de que es el papa quien gobierna en ella. No lo tuvo fácil en el concilio de Reims por las continuas dificultades que ponía Enrique I, rey de Francia; pero estaba decidido a luchar por suprimir los abusos fundamentales existentes, aplicando remedios eficaces contra la simonía, la usurpación por los laicos de los cargos eclesiásticos y el disfrute de los bienes de la Iglesia por los nobles a los que debían favores los emperadores y reyes; era urgente corregir de modo definitivo el concubinato de los eclesiásticos y poner punto final al desprecio de las sagradas leyes del matrimonio. Luego, en el otro concilio del mismo año, en Maguncia, se renovaron las proclamaciones de Reims. Fue el principio de todo un resurgimiento de lo espiritual y disciplinar.
Pero en la vida de los hombres hay luces y hay sombras.
No supo o no pudo ser tan afortunado en asuntos temporales; quizá sea que el papa está hecho para otra cosa. Con los normandos lo pasó mal; perdió la guerra de junio del año 1053 y llegó a ser su prisionero; tuvo que cederles territorios para lograr la libertad que disfrutó poco tiempo por sobrevenirle la muerte en el mes de abril del 1054.
Tampoco con las Iglesias Orientales hubo acierto. Durante su pontificado se maduró y culminó la separación definitiva de estas Iglesias de la Iglesia de Roma; el Patriarca Miguel Cerulario se dejó abandonado a la ambición de verse convertido en Cabeza de la Iglesia Griega y consumó la separación tres meses después de la muerte de León IX, tornando infelices las conversaciones con los legados enviados por Roma.
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