En estos días de la octava de Pascua, el Evangelio nos trae distintos episodios de las apariciones de Jesús resucitado. En cada uno se nos hace una revelación particular. En el evangelio de hoy, María Magdalena, entre llantos por la muerte de su Señor, va al sepulcro y no encuentra el cuerpo de Jesús. María Magdalena llora, hecha un mar de lágrimas. Necesita al Maestro. Sin embargo, le espera una sorpresa. Ella busca el cuerpo muerto de su Señor, y se encontrará con su Jesús resucitado, al que no reconocerá hasta que oiga de labios de Jesús su nombre.
En una homilía preciosa San Gregorio Magno (“Sobre los evangelios, que podemos) nos deja un comentario muy sugerente, “Mujer, ¿por qué lloras?, ¿a quién buscas? Se le pregunta la causa de su dolor con la finalidad de aumentar su deseo, ya que, al recordarle a quién busca, se enciende con más fuerza el fuego de su amor”. “Lo que hay que considerar en estos hechos es la intensidad del amor que ardía en el corazón de aquella mujer, que no se apartaba del sepulcro, aunque los discípulos se habían marchado de allí. Buscaba al que no había hallado, lo buscaba llorando y, encendida en el fuego de su amor, ardía en deseos de aquel a quien pensaba que se lo habían llevado. (…) Primero lo buscó, sin encontrarlo; perseveró luego en la búsqueda, y así fue como lo encontró; con la dilación, iba aumentando su deseo, y este deseo aumentado le valió hallar lo que buscaba. Los santos deseos, en efecto, aumentan con la dilación”. Persevera, le busca por todos los sitios, no piensa más que en Él. Podemos, tú y yo, sacar alguna consecuencia para que aprendamos a amar y a esperar de verdad. Podremos, entonces, comprender un poco cuando lo que deseamos y pedimos nosotros a Dios, nos parece que se retrasa. Es Dios que esperando a que nuestro deseo crezca, y lo haga también nuestra capacidad de recibir y, así, se nos dará mucho más de lo que pedimos. María Magdalena buscaba el cadáver de Jesús ¡y se encontró con Jesús vivo! No hay proporción entre lo buscado y lo recibido.
El otro detalle importante en este Evangelio, siguiendo esa homilía de San Gregorio Magno, es el diálogo. “Jesús le dice: «¡María!» Después de haberla llamado con el nombre genérico de «mujer», sin haber sido reconocido, la llama ahora por su nombre propio. Es como si le dijera: «Reconoce a aquel que te reconoce a ti. Yo te conozco, no de un modo genérico, como a los demás, sino en especial». María, al sentirse llamada por su nombre, reconoce al que lo ha pronunciado, y, al momento, lo llama: «Rabboni», es decir: «Maestro», ya que el mismo a quien ella buscaba exteriormente era el que interiormente la instruía para que lo buscase”. A cada uno nos llama por nuestro nombre (cf. Is 40, 26). Y nos dice “no temas, porque Yo te he redimido, Te he llamado por tu nombre; tú eres mío” (Is 43,2). No nos conoce ni nos ama de modo genérico. El Señor ha querido mi existencia, he nacido y vivo porque Él me ama, y lo empiezo a descubrir cuando pronuncia mi nombre y me sé conocido del modo más profundo que pueda haber y por eso no temo ante la presencia de Aquel que “tiene mi nombre escrito en la palma de Su mano” (Is 49, 16). Al contrario, me lleno de alegría y puedo clamar como la Magdalena, ¡Rabboni!
Madre de Jesús y Madre nuestra, acrecienta en nosotros el deseo de encontrarnos con tu Hijo resucitado y podamos gozar de su presencia ya en esta vida.
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